Hay en Cataluña un hondo y muy viejo sentimiento separatista. Tantos y tan amargos han sido los agravios del gobierno español en diversas épocas que, con razón o sin ella, los catalanes tienen la certeza de que la vida sería mejor si dejaran de pertenecer a un país donde sus impuestos mantienen una anacrónica e inútil monarquía.

Para colmo, hoy gobiernan en España los hijos y nietos del franquismo, y su torpeza y sus métodos han contribuido a ahondar las diferencias con el separatismo catalán. Por su parte, Carles Puigdemont, el presidente de la Generalitat —gobierno de Cataluña— es un nacionalista de derecha que ha sabido aprovechar el sentimiento escisionista de su pueblo y ahora que planteó el referéndum ganó el aplauso de ese sector que guarda rencores muy explicables. Pero el gobernante catalán tampoco es un político impoluto. El referéndum de marras se organizó sobre las rodillas y con poco rigor, como han señalado sus críticos —Serrat entre ellos— y sus resultados son harto discutibles.

Por parte de los neofranquistas españoles las cosas no pudieron ser peores. Bastaba con dejar que se produjera la votación, como pidió una multitudinaria manifestación en Madrid —sí, en Madrid— y una vez conocido el resultado tendría que iniciarse una larga y compleja pero necesaria negociación. Lejos de eso, Mariano Rajoy puso en juego el recurso favorito de los fascistas: la fuerza. De este modo mandó sobre los catalanes a la Guardia Civil, que tiene muchas cuentas pendientes, y desató la violencia contra lo que hasta entonces habían sido manifestaciones pacíficas de los separatistas.

Los mexicanos debemos ver el caso como una lección, pues, por poner un caso hipotético, supongamos que los sectores regiomontanos más reaccionarios, que no ocultan su sueño de llegar a ser gringos, intentaran separarse del país, de ninguna manera podríamos aceptar la pérdida de ninguna porción del territorio nacional, por mucho que la república mexicana sea constitucionalmente una federación de “estados libres y soberanos”. Por supuesto no lo es, pero las falacias son frecuentemente el cemento de la nacionalidad.

En todo caso, lo que cabe decir es que, pese a todos los problemas, somos más fuertes unidos que fraccionados. Y para ejemplo está Yugoslavia, hoy dividida en seis países, o siete si contamos a ese invento de Occidente que es Kósovo. Antes era una nación escuchada y respetada; hoy, son pequeños Estados independientes, sí, pero que no cuentan en el concierto internacional. Es algo que debemos meditar.