Por Rosario Castellanos*

 

Thomas Mann, el último gran representante del realismo crítico burgués, nos ha legado análisis muy certeros, profundos y frecuentes del fenómeno de la creación estética.

La configuración  sicológica del artista nos lo muestra como un ser que permanece en la infancia. Pero hay que precisar los términos. Con este dato, Mann no está ungiéndolo de inocencia, sino aludiendo a su falta de respeto para los valores morales. (¿No dice Fontane, a propósito de Gustav Aschenbach, el héroe de “La muerte en Venecia”, que le basta la más minina alteración para que se desencadene el caos bestial y bárbaro, para que se manifieste el submundo de instintos negados y ahogados artificialmente, cuyo desbordamiento rompe todos los diques y destroza todas las convenciones?). Hay que añadir el desdén por las responsabilidades sociales. (¿Se vive si otro también vive?, se pregunta con amargura el músico alemán Adrián Leverkhün). Y por último señalaremos la flojedad con la que lo atan los lazos afectivos. Porque entre la “altiva celebridad y el instinto desnudo”, no existe esa zona cálida del sentimiento en que las personas se encuentran, se reconocen y se aman. La distancia entre el contemplador y los objetos produce la ironía, la risa, el juego con las imágenes a las que no añade peso ningún lastre ético ni sentimental.

Entre los extremos de exuberancia y depresión oscila el genio, esa “forma de fuerza vital, profundamente instruida por la enfermedad”. “Bebe en ella su inspiración genésica y por ella se forma generador”. La enfermedad que fulmina a Hanno Buddenbrook, demasiado joven para penetrar sus mecanismos y para convertirla en un instrumento de sus propósitos. La enfermedad que alimenta y explica la obra creadora de Leverkhün.

Pero el arte, en cuanto a “aspiración de las apariencias a transformarse en conocimiento lúcido”, ofrece a quienes lo cultivan una problemática que rebasa el terreno de lo subjetivo para alcanzar otros niveles.

Serenus Zeitblom, el biógrafo de Adrián, se plantea el interrogante de “si dado el estado actual de nuestra conciencia, de nuestro sentido de la verdad, es todavía lícito este juego, todavía posible intelectualmente; si se puede todavía tomarlo en serio; si la obra, como suficiente para sí misma y armoniosamente encerrada en sí misma, ofrece todavía una relación legitima con lo incierto y la ausencia de armonía de nuestras actuales condiciones sociales; si toda apariencia, aunque fuera la más bella, y precisamente la más bella, no se habrá convertido hoy en una mentira”.

El artista, a semejanza de los otros hombres que se dedican a las tareas de la inteligencia y de la sensibilidad, no hace más que llevar, hasta el limite, las situaciones y las posibilidades del hombre común.

Georg Lucaks abona, a los méritos de Thomas Mann, que no idealice las circunstancias en que transcurre la vida intelectual dentro del ámbito “seguro” de la burguesía. Al contrario, desenmascara—con implacable rigor y exactitud— los obstáculos que frustran y aún impiden totalmente la aceptación de un destino genial como una forma autentica de la existencia. Las alternativas conducen a dos callejones sin salida: o bien se asume la vocación sin la severidad suficiente hacia uno mismo (y en tal caso se asiste a la propia desintegración, al propio derrumbamiento), o bien se aceptan las exigencias intrínsecas del trabajo hasta alcanzar la región fría, inhóspita, de un aislamiento que ya no es humano.

¿Pero quién se atreve a decir no, a rechazar los dones recibidos? ¿Quién, sin desgarrarse, sin destruirse de otro modo, es capaz de ensordecer ante el llamado de una vocación creadora?¿Quién para cumplirla, no arrostra el riesgo de la catástrofe, no solicita el auxilio de las fuerzas sobrenaturales y malignas? Leverkhün pacta con las potencias oscuras y, a cambio de la plenitud de la obra, cede el amor, la compañía y aún la cordura, condenándose a un infierno en el que no ha de hallar nada esencialmente nuevo, sino que consistirá en la repetición de todo aquello de lo cual ya tiene la costumbre, “la orgullosa costumbre”.

He aquí, pues, resucitado, actualizado, el mito con el que Spengler bautizó a nuestra época y que  —según apunta Jasmin Reuter— apenas un año antes había sido enterrado , entre aforismos , por Paul Valery.

¿Cómo fue concebida y realizada esta operación taumatúrgica mediante la cual aparece de nuevo ante nuestros ojos el drama del Doctor Fausto, el vértigo que lo arrastra y en el que pensamiento y culpa se constituyen en un acto indisoluble?

Thomas Mann lo confiesa en la novela Novela de una novela, testimonio ejemplar y aleccionador de la génesis de un libro que habría de costarle “mucha sangre” y que condensaría en sus páginas la summa de una vida y una época.

El tema de Fausto se insinúa, de modo tímido, indirecto, a través de las preferencias —no explicadas entonces— hacia algunas lecturas: la autobiografía de Igor Stravinski, varios ensayos y memorias sobre Nietzsche.

Esto cuando se esforzaba en los capítulos finales de la tetralogía monumental sobre la figura bíblica de José.

La terminación de un trabajo en que se había ocupado tantos años, le deja una penosa sensación de vacío, de hallarse a la deriva. Mann exhuma viejos papeles y turbado, avergonzado, encuentra un proyecto que data de 1901; “la liberación diabólica y desastrosa de una naturaleza de artista, mediante la intoxicación”.

Con diferentes pretextos trata de aplazar el día en que ha de poner manos a la obra. Pero dos meses después, exactamente el día 23 de mayo de 1943, escribe las primeras páginas de una novela planeada, desde sus inicios, como grande en extensión, en hondura, en implicaciones: “Doktor Fautus”.

La necesidad de un narrador se le impone para establecer cierta lejanía con el tema y hacer soportables los horrores del relato, tanto para el autor, como para sus lectores. Surge así el humanista, el hombre apolíneo Serenus Zeitblom, especie de coro que nos protege contra el destino trágico de Adrián Leverkhün.

El modelo inspirador de este último personaje es Nietzsche. Y no sólo sus doctrinas. También su vida y, en particular, algunas anécdotas: la experiencia en el burdel de Colonia; las relaciones con mujeres y amigos; los síntomas de la enfermedad, las agonías últimas. Todo lo cual se entremezcla, con la recurrencia constante de algunos dramas, de algunos temas de Shakespeare: “Como gustéis”, “Mucho ruido para nada”, “Los dos amantes de Verona”, “Trabajos de amor perdidos”.

Leverkhün cambia la teología por la música, es “ambigüedad erigida en sistema”. Para comprenderlo, para describirlo es menester que el novelista domine los elementos técnicos del oficio. Se auxilia, en parte,  por Arnold Schoenberg, con cuyo dodecafonismo establece parentesco. Pero principalmente resulta deudor de un teórico de este arte, prestigiado  también por sus especulaciones filosóficas: Theodor Wiesengrund Adorno.

La redacción del libro avanza en medio de un torbellino de acontecimientos mundiales en los que Mann participa muy activamente: la lucha contra el nazismo, que está a punto de llegar a su desenlace con la invasión de Europa por los Aliados. El juego de intereses de la política de Estados Unidos, país en el que se había aislado el escritor y cuya ciudadanía acababa de obtener. La muerte de Roosevelt. Las suspicacias entre los países vencedores de Hitler. La primera explosión de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Los peligros de una paz mal soldada, que se hacen cada vez más evidentes y concretos.

Mann colabora con la causa democrática abandonando con frecuencia su retiro en Santa Bárbara, en California, para sustentar pláticas, para conceder entrevistas, para publicar artículos. Se mezcla con una sociedad de hombres escogidos: el grupo brillante y doliente, de sus compatriotas en el exilio; las más notorias personalidades que visitan Norteamérica o radican allí.

A este propósito nos sorprende en Mann la benevolencia de algunas apreciaciones literarias, la generosidad no siempre fundada, de su admiración. Al situarse así mismo en el panorama de las letras del siglo XX se califica inferior a Proust, se enorgullece de advertir semejanzas con Joyce. Y acepta, con entusiasmo, las afinidades con Hesse.

Quebrantos de salud postergan la escritura de la novela que requería tanto estudio y de tantas y variadas materias. Cuando Thomas Mann, en los primeros meses de 1947 la declara concluida, Adrián sobrepasa sus propios limites para encarnar la historia de Alemania, esa nación a la que tan a menudo pierden sus virtudes, extravían sus guiadores y engrandecen sus derrotas.   

*Texto publicado en el suplemento La Cultura en México #4 – 1962