Espacio sagrado, el Misterio como la materia telúrica donde tiene lugar la Poesía; lo indecible, lo numinoso e intocable que se refleja en las unidades rítmicas de manera contundente. El estado psíquico y afectivo combinándose en la naturaleza del lenguaje y que revela los diferentes sentidos del pensamiento sensible, emotivo. La pugna de lo temporal y eterno del ser. Evocación, mirada lánguida que se tiende sobre el mundo como una espuma ociosa, acaso como ese afán perentorio de volver al Origen, a la fuente luminosa, divina, como ser espiritual concatenado a la esfera terrenal.

Recordemos que el atributo divino del Amor. El Conocimiento y la Verdad, se encuentran inmersos en la escritura, en el Logos, el cual puede resumirse en el Nombre sagrado y que por lo mismo no puede ser revelado ni escrito ni pronunciado. En el Logos reside la Verdad, por algo en Salem, la tierra de Melquisedec, la antigua Urusalim, radicaba la Palabra. Sonido mágico, ritualista, donde el significado también deviene en Iluminación. Vivencia humana, intuición o expresión del mundo, lo sagrado como experiencia primordial, o como el orden que sigue el mundo, en el presente todavía prevalece en la óptica de algunos poetas, aunque de manera intuitiva.

En Margarita Michelena (Pachuca, Hidalgo, 21 de julio de 1917 – Ciudad de México, 27 de febrero de 1998) se advierte esta preocupación como una constante lírica. Observar su obra con detenimiento significa adentrarse al universo de lo sagrado como categórico, como ese territorio donde tiene lugar el poema. Esta inquietud, esta manera de rebelarse —presente en los grandes espíritus— se da en la autora de Reunión de imágenes (1969) de forma cotidiana. Y es que del matrimonio del Cielo con la Tierra se produce un ente anómalo, ambiguo en sus orígenes, inestable y contradictorio por su misma naturaleza. Ni Dios ni Ángel: un simple individuo que tiene, no obstante, el deseo vehemente de volver los ojos a la Esfera Celeste, pero profundamente en el plano terrestre.

Margarita Michelena padeció esta postura genésica. Su preocupación fue la de un ser sensible que se observa ante un espejo deformado, padeciendo de agonía perpetua. Sus lecturas bíblicas, sus anhelos por tornar a ese plano luminoso, el de la esencia divina, se traducen en los títulos de sus libros: Paraíso y nostalgia (1945), Laurel del ángel (1948), La tristeza terrestre (1954) y El país más allá de la niebla (1968), convocados en Reunión de imágenes (1969, hay una primera reimpresión en 1990). Esta tragedia existencial es, de hecho, el eje central temático de su obra.

En Poesía en movimiento. México 1915-1966 (1966), con la lucidez que lo caracterizaba, Octavio Paz observó estas líneas conductoras de la escritora y periodista (fue directora de La cultura en México, suplemento cultural de la revista Siempre!). De cierta forma advirtió la correspondencia temática y espiritual entre Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925 – Tel Aviv, 1974) y la autora que me ocupa, puesto que ambas comparten esta visión trágica del mundo y sus modos de poetizar: construcción intelectual producto de una aguda sensibilidad, dialéctica interior que va de la sutileza a la locución retórica; en ocasiones, lenguaje llano y pretencioso —muy propio del concepto estético de la época que les correspondió vivir—, que cae a veces en el tono inflamado y declamatorio. No obstante, persiste, como característica principal, pasión y pensamiento, sonoridad iluminada.

En ambas escritoras existe la queja existencial, el interés cósmico, bíblico: el tono sacro está presente, así como el aliento solemne y grave. Pero Michelena no llega a los —digamos— “excesos” de la Castellanos ni al tono de autodenigración. La hidalguense se observa a sí misma no con sentido de culpa por vivir en un mundo predominantemente varonil, patriarcal, y muchas veces machista, sino que se duele de estar como ente espiritual y, por consiguiente superior, en un cuerpo físico que se va a degradar y desaparecer. La transitoriedad de la existencia es, obviamente, otro aspecto de su poesía. La autora se sabe abandonada sobre los ciegos y torpes andamios de la carne. Casi con resignación canta a la naturaleza humana, evocando su raigambre divina, espiritual, como si anhelara la esfera de la preexistencia: “Sé que antes del tiempo/ Fui hecha de agua y fuego./ Y vivo detenida en un oscuro instante,/ como una aguda espina/ estéril en nacimiento y muerte,/ como un infinito número de cadáveres/ de trigo verde”.

Exiliada del mundo exterior, Michelena se acoge a una serie de adjetivos reveladores y actitudes paradojales: alegría bárbara, interino gozo, estrella presa, estéril sonrisa, húmedo fuego, difuntas espigas, universo hostil, espacio sordo, etcétera. La poeta Michelena tenía un oído prodigioso. Sus movimientos, su respiración lírica, sus cualidades rítmicas, se basan en los encabalgamientos, pausas y cesuras, sin olvidar la correcta acentuación y, sobre todo, la medida del verso, casi siempre heptasílabos y endecasílabos. Su energía espiritual, su férrea voluntad, se trasminaban en esa dinámica interna que prevalecía en su obra.

En Paraíso y nostalgia se lamenta del amor, puesto que éste duele, ciega. Sus manos se hunden en la sangre de la realidad. Y se conduele por ser extranjera en la carne, en sus propios sentidos. La dualidad de ser cuerpo y espíritu es rechazada con frecuencia. La esfera primordial es evocada. Así, la poesía constituye una forma de recordar, una lengua doliente y una sellada copa, como indicase en La tristeza terrestre. Previamente, en una obra anterior, Laurel del ángel, su propósito es dar voz a las cosas; la función del canto, de la poesía, es expresar al mundo, un oficio sacro. Es asumir la condición adámica y darle nombre a las cosas.

En su poesía se advierte esa pugna rabiosa por expresar las contradicciones del ser humano, lo sórdido del mundo, las zonas oscuras del individuo. Y aunque honesta, auténtica, cierto pudor la llevó a contenerse: escudada en la retórica de la época, acaso le faltó mayor crudeza, mayor acidez, rabiosa ironía; llegar a situaciones límite, pelearse con Dios, blasfemar, mentarle la madre, arrojarle un verso a su Ojo imperturbable, como hiciera en su momento León Felipe. El prejuicio de la posición, el cambio, la rebeldía, frente al decoro y la perfección formal. Siento que un espíritu tan explosivo, con esa fuerza cósmica, telúrica, fue contenido por la misma autora para no devastarnos. Asumir sin duda la dignidad estética con la pasión, con la emoción con que se dispara un verso-proyectil. Por lo mismo, temáticamente hablando, suscribo lo que los autores de las notas en Poesía en movimiento realizaron con respecto a la expresión de la poetisa:

“Solo por instantes, Margarita Michelena olvida la tempestad en que su espíritu se debate. El destierro es en ella un tema no sólo grato sino solazadamente frecuentado. Ávida de reconocerse en la ceniza, arrebatada por el canto que alienta en las tinieblas, ayuna de misericordia para consigo misma, su desolada poesía resuena como la antiquísima voz de alguien que clama desde las arenas. De pocos poetas mexicanos debe decirse, como de ella, que hace nacer imágenes de su propia desolación”.

Michelena, pese a todo, estaba destinada a mayores empresas, a cantar —un poco a la manera del poeta michoacano Ramón Martínez Ocaranza— con un tono mesiánico. Tenía la estatura para hacerlo, puesto que, como observa Ralph Waldo Emerson: “el literato de calidad superior es siempre un profeta, siempre ejerce la función precisa de los profetas hebreos históricos, y no es por ello menos hombre de letra, sino mucho más”. Seguramente el periodo histórico durante el cual escribió su obra, los aspectos retóricos en la concepción estética imperante —el imperio orgiástico de la forma, según Gorostiza; el tono crepuscular, etcétera— impidieron que Michelena brillara con la intensidad que un lector de finales del siglo XX, acaso en una actitud desmesurada, exigía. Recordemos que esos tiempos no fueron propicios para exaltar la presencia de las creadoras, de las artistas y escritoras, como ocurre en el presente, donde los nombres femeninos, al igual que su visión del mundo, surgen con frecuencia.

La preocupación existencial, su sinceridad para cantar, prevalece en la obra de la poetisa hidalguense. De espaldas a su origen divino, sagrado; expulsada de la Gran Fuente Universal, su poesía evoca esta raigambre superior. Hay, en su lírica, una eternidad irrevocable, cierta sombra erosionada, una luminosa presencia taciturna, nostálgica; un espíritu indomable, inquebrantable, frente al ignominioso embate del mundo con su horario carnicero, como externa Octavio Paz en Piedra de sol, de manera contundente.