Por J.M. Servín

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]A[/su_dropcap] mediados de la década de 1970 llegó a México un gringo peligroso, contratado por Vicente Leñero para la publicación más vieja de Excélsior, “Revista de Revistas”, que nació en el año de la Revolución Mexicana. De aspecto temible, enorme, rubio, de mandíbula prominente de la que invariablemente colgaba un cigarrillo y siempre de gabardina que ocultaba una pistola de grueso calibre, portaba credenciales no oficiales como un presunto agente encubierto de la CIA (no comprobado), matón a sueldo o sencillamente mercenario desempleado, forjado en el duro trabajo de salvaguardar los intereses del Imperio y sus aliados. Roberto Fontanarrosa, creador de este singular personaje, asegura que su apodo está relacionado con el nombre del auto diseñado para andar en la arena (Buggy). Lo de “aceitoso” podría atribuirse a lo escurridizo a la hora de rendir cuentas a la policía.

En escenarios que remitían al universo marginal del cine de acción, a fuerza de golpizas a la menor excusa, tiroteos, ejecuciones sumarias y frases aforísticas dignas de un predicador de la Iglesia de la Sagrada Ultraviolencia, Boogie el aceitoso se convertiría en un clásico del noir contemporáneo latinoamericano desde el cartón político. Descendiente directo de Torpedo 1936, historieta creada por los españoles Enrique Sánchez y Jordi Bernet sobre las andanzas de Luca Torelli, desalmado matón durante la época de la Gran Depresión estadounidense.

La violencia nihilista que parecía coto exclusivo de la literatura y el cine negro de Hollywood, en Boogie tuvo a un personaje digno del cine de Sam Peckinpah. Inspirado en “Harry el sucio”, Boogie forma parte de la élite de la variada e interminable tradición de antihéroes violentos y urbanos de la ficción literaria que Raymond Chandler y Dashiell Hammett llevaran a niveles de canon. El único parangón para medirlo en México sería Filiberto García, el personaje creado por Rafael Bernal en su clásico literario El complot mongol. Boogie y García comparten un humor corrosivo implacable que se burla de las convenciones de la novela negra.

Para 1977 Boogie es contratado por Proceso y con ello aseguraría una multitud de fieles lectores. Irrumpe en la edición número 33 del 20 de junio. Era el primer año del sexenio del gobierno de José López Portillo. El personaje del argentino Roberto Fontanarrosa se encargó de moler a golpes de humor corrosivo los esquematismos ideológicos de una izquierda renuente a aceptar de otro modo, la coherencia y eficacia del aceitoso que en apariencia representaba lo peor del “enemigo histórico”.

Hasta el 26 de octubre de 1996, Boogie hizo de la última página del semanario, un púlpito desternillante de incorrección política que para entonces, en plena Guerra Fría,  no tenía censores puritanos sino bandos ideológicos contrarios bien definidos que no se daban por enterados de la feroz crítica que el personaje de Fontanarrosa les hacía. Su creador o representante, según se vea, definiría así a ese cuarentón solitario, cruel y al servicio de la peor causa: “Es un mercenario, no puede tener ideas políticas. Es un defensor del sistema de vida norteamericano, es racista, defiende la violencia, es un personaje sin alteraciones anímicas, tiene la glándula moral alterada”.

Proceso comenzó a leerse del final hacia el principio por miles de seguidores del implacable matón solitario. El semanario opositor al régimen priista atrajo lectores fieles gracias a sus reportajes y a su exclusividad con Boogie el aceitoso. La última página era un colofón o inicio refrescante como contraparte de la lectura de su sesuda (y aburrida) planilla de analistas políticos y el monotemático cartón de Naranjo.

El adolescente que fui en aquellos años descubrió una virulenta fuente de humor negro que nada tenía que pedirle a las novelas policiacas y hard boiled con sus personajes duros, pero ensimismados y con causa, empeñados en hacer cumplir la ley por más que no creyeran en ella. Boogie el misógino, machista, racista, era un respiro al final de la lectura de un semanario político de denuncia, con la paradoja de que su popular última página, era una tira cómica que parecía apología violenta de la mentalidad imperialista a la que el semanario dedicaba buena parte de su contenido en criticar y exhibir.

En 1981 apareció un libro editado por Proceso con lo mejor de Boogie, en 1997 se reedita con un prólogo de ¿adivinen quién?: Carlos Monsiváis, que con su estilo barroco y ocurrente dejó claro que los intelectuales de izquierda disfrutan del humor cínico siempre y cuando se dirija al Tío Sam. Lo cierto es que Boogie era una crítica al gorilato y puritanismo de cualquier ideología.

En 2009 Boogie tuvo una mediocre adaptación en cine con la voz del actor Jesús Ochoa, ahí comenzó a perder la chispa incendiaria de la tira cómica. Era el principio del fin. Al morir Fontanarrosa en 2007, quedó a merced de las buenas intenciones de la comunidad “progre”.

Terminada la Guerra Fría, Boogie se convertiría en la feroz parodia de la clase política mundial a través de su personalidad de mercenario elevado a tesitura de héroe por Hollywood. Boogie ha trascendido a la prueba del tiempo y a 31 años de su irrupción en el semanario fundado por Julio Scherer; su sentido del humor es un pulmón de aire puro ante el ambiente viciado del puritanismo activista.

A prueba de vendettas, Boogie no murió en un tiroteo, simplemente se fue sin despedirse antes de que la insipidez millenial y la fiscalía de la corrección política repudiaran su hoy en día tan necesario sentido del humor.