Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, Suiza, 1986) sustenta no sólo la poesía, el ensayo y la narrativa contemporánea. No hay prosa —ni la más realista, ni la más imaginaria— sin Borges. El escritor argentino se ha constituido en la geometría que inspira toda forma: por su sabiduría inagotable, por su lucidez deslumbrante, por su reescritura que va de Homero a Cervantes, Shakespeare, Joseph Conrad, O’Henry, Walt Whitman y Balzac, de ahí a T. S. Eliot. Pero Borges no se limita a sus erudiciones, sino que ahí están sus erudiciones inventadas, falsas, deliciosas, firmes, que son las más fascinantes de leer. Borges, como creador de una cultura otra no tiene igual. “Leer a Borges me hizo ver las posibilidades enormes de la lengua española”, decía Carlos Fuentes. ¿Borges, el más anglófilo de los escritores en español? Pues sí, ese era Borges en su inmensa cultura y en su dispersa y unitaria obra. La forja de una personalidad. Borges como la imaginación que crea un universo. Cultivador de variados géneros —poesía, ensayo, cuento, traducción— que a menudo fusionó deliberadamente, para recrear su propio universo literario. De hecho, Borges ha sido en su madurez un imparable conversador que articulaba como nadie los fragmentos más inesperados y contradictorios de nuestra tradición cultural. Hace legibles y de sencilla comprensión las nebulosas abstracciones que han empedrado la historia moderna y empobrecido el ilustrado. Las ideas es cierto nacen de las ideas, pero se realizan en el tiempo, en encrucijadas siempre versátiles. Un par de versos de su poema El reloj de arena nos resume con máxima concisión el sentido del tiempo en la vida de Borges:

 

El tiempo, ya que al tiempo y al destino

Se parecen los dos: la imponderable

Sombra diurna y el curso irrevocable

Del agua que prosigue su camino.

 

Está bien, pero el tiempo en los desiertos

Otra substancia halló, suave y pesada,

Que parece haber sido imaginada

Para medir el/ tiempo de los muertos.

 

Éstas serían, pues, las dos obsesiones de su poesía: el tiempo y la imaginación; es decir, el ansia de ver y el deseo de imaginar lo que no ve. Una imaginación que se va transformando siempre, en la búsqueda del instante, de la revelación, de la contemplación.

En sus ficciones Borges recorre el conocimiento humano, en ellas está casi ausente la condición humana de carne y hueso; su mundo narrativo proviene de su biblioteca personal, de su lectura de los libros, y a ese mundo libresco e intelectual —y es aquí donde reside en su capacidad para sugerir, implicaciones metafísicas—, lo equilibran los argumentos construidos, simétricos y especulares, así como una prosa de aparente desnuda. El mundo de Borges no fue muy coherente, o al menos su visión del mundo no es tan unitaria como en la mayoría de los poetas de su generación. Las incitaciones a que obedece, como ocurre en su crítica, son múltiples, y en lo formal pasa de la poesía más estrictamente tradicional a la de signo más experimental, y lo hace sin solución de continuidad. Su sentido autocrítico es tan personal que muchas veces me resulta imprevisto. Los temas y motivos de sus textos son recurrentes y obsesivos: el tiempo, los espejos, los libros imaginarios, los laberintos o la búsqueda del nombre de los nombres. La obra de Borges se estructura como un acontecimiento circular y casi infinito. Pocas veces sentirá el lector la ficción de seguir tan desde adentro la aventura expresiva y creadora. Lo fantástico se vincula con una alegoría mental, mediante una imaginación razonada muy cercana a lo metafísico. Ficciones (1944), El Aleph (1949) y El Hacedor (1960), son tres libros magistrales, en los cuales Borges demuestra su poderosa capacidad creadora, logró ficciones extraordinarios. Gracias a esto se alzan narraciones de una belleza poética única y desbordante. Aventuremos que, al menos, la maestría tendría que ir pareja de la osadía. Un reto difícil, sí, pero para Jorge Luis Borges nada lo fue. ¿No es la imaginación una ciencia adivinatoria? ¿Qué más cabe esperar de un genial fabulador? Leer y releer a Borges es detenerse a escuchar el diálogo de la poesía con la imaginación, una escritura que no continúa la huella del pasado, sino que busca lo que sus grandes maestros buscaron: la brillantez del pensamiento. Éste es siempre Borges.

miguelamunozpalos@prodigy.net