Me permito arrancar con una anécdota de infancia. Mi padre administraba el Cine México: pase gratuito para la hija. Cuando cursaba la secundaria, mi mejor amiga y yo nos entusiasmamos porque programó la versión original de Amytiville (1982, dirigida por Damiano Damiani). Mi padre nos concedió permiso a regañadientes al tiempo que decía: Ese churro se salva por la música de Lalo Schiffrin.

Es casi un hecho que casi ningún amante del séptimo arte, ni siquiera los críticos, prestan suficiente atención a la banda sonora de las películas. Esto no significa que consideren la música un elemento decorativo: sencillamente se integra a determinadas escenas de tal manera que forma parte intrínseca de la atmósfera, las actuaciones, la narrativa. Luego de leer el fascinante libro En busca de aquel sonido, mi música, mi vida (Malpaso Ediciones, España, 2016), el cinéfilo empezará a ver también con el oído. Se trata de la reunión de una serie de conversaciones que bien podría fungir como la autobiografía profesional de Ennio Morricone (Roma, 1928), uno de los más grandes —si no es que el más— compositores de música para cine, galardonado con el Oscar en 2016 —diez años más tarde del Oscar honorario— por su trabajo en Los ocho más odiados, de Quentin Tarantino. Quien sostiene estas charlas de pan y vino con Morricone no es un periodista sino otro músico: Alessandro De Rosa, nacido en Milán, en 1985, que si bien no es aprendiz de su entrevistado y lleva su incipiente carrera por un rumbo distinto —ha trabajado como arreglista para Jon Anderson, vocalista del grupo Yes— le debe a este maestro de la música y de la vida el consejo de estudiar composición.

Morricone no tiene empacho en confiarle a De la Rosa sus mejores y peores momentos a través de una carrera que, revela para sorpresa del lector, emprendió por obligación pues su padre y abuelo también eran músicos de profesión. La charla entre músicos arranca con una partida de ajedrez durante la cual Morricone señala que su vocación primaria es justamente ésta, y si bien terminó enamorándose de la música, nunca abandonó su pasión por el juego, llegando a participar en torneos con ajedrecistas de renombre mundial, como Boris Spaski, con quien acabó tablas en una partida de exhibición en Turín. Tras una serie de breves intervenciones, la primera película que musicalizó completa fue El federal, de Luciano Salce (1961), con Ugo Tognazzi y una quinceañera Stefania Sandrelli. No obstante, el director que le permitió mayor libertad creativa fue Sergio Leone (1929-1989), creador de los menospreciados spaguetti westerns, donde llegaron a actuar grandes “vaqueros” hollywoodenses como Clint Eastwood o Henry Fonda. ¿Puede alguien no reconocer el inicial silbido de The Good, The Bad and The Ugly, empleado en otros filmes y sobre todo en comerciales de TV?…, ¡tan característico como el arranque de Carmina Burana! Uno de los grandes pesares de Morricone, es que a Sergio Leone no se le reconozca como un gran director, y afirma que ningún otro con el que haya trabajado —y ha trabajado con casi todos— era tan perfeccionista como él.

Morricone es un tipo por demás generoso. Muy pocas veces se ha rehusado a musicalizar alguna película, y ni siquiera es demasiado exigente respecto a la calidad de las obras. Estuvo a punto de musicalizar Naranja mecánica de Stanley Kubrick —con quien, asegura, no tuvo la dicha de trabajar después— porque había contraído un compromiso previo con un director italiano muy menor, y sin embargo alaba el trabajo realizado por Walter Carlos (que más tarde cambiaría de sexo y de nombre, y hoy es Wendy Carlos). Le dio un rotundo NO a Franco Zeffirelli, habiendo aceptado hacerse cargo de la música de Amor eterno, cuando el director italiano, afincado en Hollywood, le informó que introduciría una canción de Lionel Ritchie, cantada a dueto por éste y Diana Ross. La súbita renuncia de Morricone no impidió que trabajaran más tarde en Hamlet, la versión de Mel Gibson que, pese a su fama de no tomarse las cosas en serio (y, hoy sabemos hoy, era bipolaridad), haría el mejor Hamlet cinematográfico. Entre sus anécdotas graciosas está haber musicalizado Saló, de Pierre Paolo Passolini, engañado por éste que le proyectó una película muy distinta, censurada. Definitivamente no habría trabajado para él de haber sabido que incluiría la escena de los excrementos y el asunto de la pedofilia. Cuenta también de cuando Almodóvar le pidió, vía telefónica, que musicalizara Átame, sin ocultarle detalles del filme que en su momento sería tildado de pornográfico. Morricone aceptó, sin conocer personalmente al cineasta español, porque lo encontró encantador, y cuando al fin coincidieron en otro festival y muy humildemente Morricone le preguntó si estaba satisfecho con el resultado, Almodóvar palmeó su espalda diciendo, “¡Pero hombre, ha sido de lo más majo!”.

Un hermoso detalle por parte de Morricone, fue decidirse a musicalizar Los ocho más odiados, pese a no gustar demasiado del cine de Tarantino, que le resultaba en extremo violento… pero no podía dejar de conmoverle que prácticamente en todos sus filmes, Tarantino introducía alguna pieza suya; canciones que Morricone concibió para escenas que nada tenían que ver con las seleccionadas por Tarantino y terminaban, sin embargo, embonando de maravilla… como si en Morricone las hubiera trabajado simultáneamente en tiempo pasado y tiempo futuro.