Felipe Gaytán Alcalá

Desde hace años, el número de delitos por pederastia cometidos por sacerdotes católicos se han multiplicado en el mundo pero no porque sea un fenómeno reciente sino porque las víctimas se han empoderado y han decidido hacer pública la vejación de la que fueron objeto por los clérigos. Desde el caso emblemático del sacerdote mexicano Marcial Maciel hasta las denuncias en la diocesis de Boston a cargo del arzobispo Bernard Law que le costó al clero millonarias sumas de dinero por la decena de casos denunciados y llevados a tribunales en Estados Unidos  (aproximadamente 20,00 dólares por cada uno). Australia tampoco ha estado exenta de tales denuncias pues se registraron 4500 casos desde 1950, siendo las últimas victimas las que han denunciado a Philip Wilson, alto funcionario del Vaticano y cardenal de Adelaide en esa región, acusado de encubrir a sacerdotes.

Pero la situación se ha tornado critica y paradigmática en Chile no solo por las repercusiones en el interior de la Iglesia católica sino porque ha revelado que los pederastas chilenos no han actuado en solitario sino a través de organizaciones informales y discretas que les garantizaba encubrimiento e impunidad al actuar como hermandad para cometer los delitos. Pero vayamos por partes y veremos que el caso chileno no se agotará con la renuncia de los 34 obispos de la Conferencia Episcopal sino que será una onda expansiva que moverá más allá del tema penal civil, con repercusiones políticas en un país donde la iglesia ha apoyado a la derecha, y en su momento a la dictadura misma de Pinochet.

Los primeros casos de denuncia en Chile vienen desde 2002, posteriores al señalamiento de Maciel en México. Los primeros casos en el pais andino datan de 2002 en la región de la Serena. A partir de una investigación periodistica que dio cuenta de abusos de niños y jovenes por más de 10 años, se desataron diversas reacciones que obligaron al entonces obispo José Cox a retirarse de la actividad pastoral.  No sería sino hasta 2011 cuando una investigación revelaría que Fernando Karadima, expárroco de la Iglesia del Sagrado Corazón en la ciudad de Osorno, fue señalado por abuso sexual y violencia contra menores. El castigo impuesto al sacerdote fue recluirse y llevar una vida de penitencia y oración absoluta, castigo impuesto por el obispo Juan Barros responsable de la diocesis donde oficiaba el sacerdote Karadima. Esta decisión generó un descontento generalizado en la población católica. La decisión de la Conferencia Episcopal Chilena no fue suficiente para las personas abusadas y sus familias.

El enojo por la falta de justicia siguió latente en un país donde la caída del catolicismo ha sido significativa pues mientras en 1995 registraba 74 por ciento de católicos, para 2017 apenas alcanzó 44 por ciento en un panorama en que los “sin religión han alcanzado 25 por ciento según datos del Pew Reserch Center.

Fue la visita del papa Francisco en 2018 lo que hizo que aquel malestar brotara de nueva cuenta exigiéndole respuestas de condena de este y otros casos. La perplejidad de los demandantes no pudo ser mayor. Francisco, pastor que debía acompañar a las víctimas acabó regañando a las víctimas exigiendo pruebas y besando como símbolo de apoyo al obispo emérito Juan Barros. Tal acto fue el punto que desconectó al papa Francisco con la disminuida feligresía chilena que nunca se volcó a las calles como sí sucedió en Perú y Colombia.

El pontifice comprendió su error y posteriormente invitó a las víctimas al Vaticano para platicar con ellos y pedirles perdón. Las consecuencias no se dejaron esperar. Los 34 obispos de la Conferencia Episcopal presentaron su renuncia por el errático manejo de los casos, renuncia sorpresiva para el mundo católico pero no efectiva aún en la estructura eclesiástica pues al parecer es más un golpe mediático efectista que una respuesta real al problema.

Es en este panorama que surge otro escándalo. Una organización discreta denominada “La Familia”, compuesta por 14 sacerdotes de la ciudad de Rancagua fue denunciada por investigaciones periodisticas demostrando que los pederastas no son lobos solitarios sino parte de un entramado de componendas y encubrimientos que afectan la estructura religiosa. “La Familia” es una cofradía cuyo único fin es el placer a través del sometimiento de las víctimas. ¿No se dieron cuenta los superiores religiosos de tal actividad? ¿No fueron capaces de escuchar a las víctimas cuando ya había voces denunciado tales casos? ¿Fue necesario que un medio de comunicación se infiltrará para mostrar publicamente cómo operaban? La Familia deja mal parado al Consejo que la Iglesia chilena había creado en 2011, y evidenció lo limitado de la cruzada del Vaticano contra este tipo de delitos.

 Chile en todo caso será la caída de Constantinopla del papa Francisco. La pederastia es un tema que no puede quedar en el ámbito religioso, antes bien tendrá que ser juzgado por instancias judiciales civiles. Pero el riesgo para la Iglesia es grande pues permitir que un poder profano se adentre en las estructuras clericales es ceder un control de más de 2000 años que le han permitido pervivir hasta ahora.

Para Francisco es una gran paradoja: hacer justicia a las víctimas a costa de minar su figura, pues al ceder el tema al ámbito civil se expone aún más al ataque de los ultraconservadores. El otro camino es cerrar las puertas y traicionar su pontificado en aras de mantener el control sobre una organización que cada día ve cómo su feligresía va  en descenso.

Para la clase política chilena también representa una paradoja. Hacer justicia contra un aliado que siempre ha apoyado a las élites y ahora más que nunca al gobierno de Piñeira o dejar pasar las cosas con el enojo de las víctimas que demandarán tales actos a través de movilizarse en las calles y manifestar su descontento en las urnas.

Catedrático de la Universidad La Salle