En México, como en el cuento de Edmundo Valadés, “la muerte tiene permiso”. Y la patente de tan generalizada  necrofilia que se pavonea por todo el país, se la extendieron desde hace doce años la clase política y medios de comunicación que han hecho de la aterradora nota roja la visión de un paisaje costumbrista, anulando en las nuevas generaciones la capacidad de asombro ante la inseguridad y violencia, como también el sentido de la  reflexión para entender el  encubierto estado de guerra interna que tiene su origen en la peor crisis económica, política y social de las últimas décadas.

En dos sexenios, el combate al crimen organizado suma 234 mil 996 homicidios, al grado de que en 2016, organismos internacionales especializados en el tema de la violencia como el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Gran Bretaña, declararon a México como el país más letal del mundo solo detrás de Siria. Se calculan en 300 mil los  desplazados y en más de 100 mil los desaparecidos, pero ninguna autoridad hace algo realmente para atacar de raíz el problema, cuyas aristas tocan los puntos neurálgicos del poder político y económico.

Todo apunta a que el objetivo de tan desatinada estrategia es que los mexicanos vean como algo común los crímenes  de obreros, indígenas y campesinos, lo mismo que de periodistas y hasta políticos; en el actual proceso electoral han sido asesinados más de 100 candidatos  de todos los partidos. Estados como Guerrero, Michoacán y Oaxaca han mostrado que la narcopolítica no es un tema de  ficción sino una vergonzosa realidad.

Especialistas en el tema, como Edgardo Buscaglia, señalan que el 70 por ciento de los municipios del país se encuentran bajo el control de grupos delincuenciales y de nada han  servido los recursos públicos de un   billón 138 mil 838 millones de pesos, gastados por el Estado en el periodo 2006-2016, para sufragar  la fallida guerra al narco.

Vale el cuestionamiento: ¿Estamos o no en guerra? Y seguramente la respuesta de autoridades y medios será que no, aunque a la vista de millones de mexicanos en todo el país, marinos y militares recorran las calles con vehículos artillados, como única forma de contención a los poderosos cárteles y sus células que se han adueñado de regiones enteras y pelean el control de las plazas en las principales ciudades de los estados.

Ha llegado el momento de replantear  las tácticas y métodos para enfrentar a la delincuencia organizada y preguntar a la clase política si no habría sido mejor utilizar ese billón de pesos en impulsar proyectos productivos en las comunidades indígenas y campesinas, lo mismo que cooperativas de artesanos y trabajadores; o acaso también, en equipar mejor los hospitales del IMSS y de las zonas rurales, dotándolos de más médicos y medicinas.

Es evidente que en tanto  no se dé   un cambio de rumbo al modelo económico que garantice un  reparto de la riqueza más equitativo  y un mejor nivel de vida para millones de mexicanos, los cárteles seguirán contando con ejército de hombres y jóvenes empobrecidos, dispuestos a engrosar las filas de la delincuencia organizada donde terminarán como muchos otros miles, con un tiro en la cabeza, decapitados o desmembrados, porque hasta la fecha, la muerte en México, “tiene permiso”.