“El teatro es el rostro de las naciones”, esta sencilla afirmación del maestro Emilio Carballido en una entrevista que le realicé allá por el año de 1982 es, innegablemente, una verdad universal que hoy, más que nunca, se aplica al quehacer escénico de México. ¿Cuál es el rostro del teatro de nuestra nación? ¿Cuál el rostro de México en el espejo de nuestro teatro? Quizá —como diría otro gran maestro, Luis G. Basurto—, el teatro en México no puede verse sino como un reducto de su propia descomposición moral y social.

Hoy, 36 años después de la declaración que me hiciera Carballido veo que el rostro del teatro mexicano es absolutamente distinto de aquel rostro que se veía en plenos años 80 y, más aún, del que se había vivido, en efervescencia total, en los años 60 y 70, y desde la irrupción, en la Casa del Lago de la UNAM, de la mitológica Poesía en Voz Alta.

Pero los años 60 y 70 son años de lucha y concientización ideológica y política en nuestro país, por lo que su teatro, nuestro teatro siempre hubo de permanecer a la defensiva y a la expectativa de los grandes cambios sociales y los grandes movimientos políticos del mundo entero, desde luego de las luchas agrestes de América Latina contra las dictaduras y de la eclosión de movimientos como el de la liberación femenina, la revolución sexual, el muy incipiente movimiento de liberación homosexual… etcétera.

Todos los dramaturgos de las décadas señaladas irrumpieron en nuestros escenarios con obras de debate político que tendían a la concientización ideológica de lo que el marxismo había denominado la explotación del hombre por el hombre; y sin ambages, a la revolución. Pongamos casos al azar, Carballido, por ejemplo, concibe Un pequeño día de ira y …yo también hablo de la rosa, piezas que apuntalan el desconcierto social de la juventud que le tocó atestiguar; Luis G. Basurto pone el dedo en la llaga en torno a un tema por demás tabú: la relación política entre los clérigos católicos, la necesidad de ventilar las buenas obras de la Teología de la Liberación en sus piezas Asesinato de una conciencia y Con la frente en el polvo. Vicente Leñero reanima el espíritu revolucionario y preclaro de Ernesto Che Guevara en Compañero y Hugo Argüelles va más allá que el propio Basurto y escarba en la conciencia amoral de la clase media, haciendo una crítica demoledora a la primera visita de Karol Wojtyla a nuestro país, en su emblemática El ritual de la salamandra.

Son los tiempos que preceden a El gesticulador de Rodolfo Usigli, obra entre las obras del gran teatro mexicano y de la gran crítica a la descomposición del sistema político mexicano; son los tiempos del teatro colectivo, del teatro político, de la ruptura con patrones estéticos anquilosados; del rompimiento de algunos actores —capitaneados por Enrique Lizalde— con la Asociación Nacional de Actores y el surgimiento del SAI (Sindicato de Actores Independientes) que toman por asalto —por decirlo de alguna forma— el Teatro Coyoacán y montan obras de talante subversivo como la también ya histórica puesta de Marta Luna a la obra de Bertolt Brecht y Kurt Weill La ópera de los tres centavos, en donde nada menos que el icono del teatro y la televisión infantil de mitad del siglo XX, Enrique Alonso Cachirulo interpreta magistralmente el hermoso personaje Pichum de Brecht.

El teatro como rostro de las naciones hace 36 años era ése; el saldo de un teatro combativo, cuestionador, que levantaba ámpula, que molestaba al sistema político (recuérdese justamente la puesta de Óscar Liera, Cúcara Mácara, donde los actores fueron objeto de un intento fallido de linchamiento, aunque sí fueron golpeados y violentados por “atreverse” a tomar la efigie de la Guadalupana en una escena, dentro de una sátira política para entonces intolerable para el partido en el poder, el PRI); un teatro que osaba azotar conciencias, y que no se validaba como teatro de altura si en su hechura no coexistía un compromiso fidedigno con su historia, su tiempo, su sociedad, su realidad política.

Hoy, a más de tres décadas de aquel movimiento de orden natural que se libró en nuestros escenarios y nuestra dramaturgia, ¿cuál es el teatro que refleja el rostro de nuestra nación? La respuesta es desconcertante: Un teatro light, de dudosa exquisitez esteticista y oficialista, por ende y, paradójicamente, no nacionalista, sino elitista, por desgracia, un teatro que no va más allá de ser un divertimento vendible, poco cuestionador, si no es que en nada cuestionante; un teatro que es reflejo obvio del neoliberalismo que ha convertido el arte en mercancía, en objeto de lujo, en oficio de frivolidades y arribismos, donde dramaturgos, directores, actores y demás creativos —salvo muy pocas excepciones que confirman la regla— sólo aspiran al estrellato pusilánime, cuando no al lerdo reconocimiento oficialista del establishment comprado por las derechas, escribiendo un teatro desvinculado de su aquí y su ahora, temeroso de levantar olas, medroso para enfocar una crítica genuina y valiente (porque pueden pagar las consecuencias y verse censurados, relegados, hechos a un lado por su atrevimiento y sumidos en el desempleo, el sistema castiga).

El rostro de la nación en el teatro de nuestro tiempo es un rostro desencantado, desencajado, desvinculado de nuestro entorno social, político, ético y estético, porque es un teatro que sólo se ha visto en el espejo de la vendimia generada por el miedo a decir la verdad, a combatir con la palabra y el arte, porque la ley que ha impuesto la hegemonía neoliberal es: o irse por las ramas (asumiendo el discurso hegemónico) o irse “a la chingada” entre tanto muerto enterrado por una guerra estúpida como ha sido la del narco.

No hay ya politización, no existe concientización, es imposible pensar en un debate al interior de la dramaturgia y el teatro mexicano de nuestros días, quizá porque ya no hay teatro mexicano, sin duda porque lo que queda del teatro nacional es el reflejo de una sociedad moribunda. Una sociedad que ha sido minada en sus más auténticos valores de transgresión y lucha.