Cuando una película está inspirada en un libro, nunca faltan los debates respecto a qué es mejor, si el original o su derivado (que no copia). En este caso hablamos de una exitosa película, La forma del agua, trasladada a la literatura, publicada por editorial Umbriel, España, 2018. Por lo general se trata de sacar raja de un éxito cinematográfico, sin preocuparse excesivamente por la calidad del producto. Pero la novela inspirada en el filme acreedor a cuatro Oscares, incluido el de Mejor Película, además de estar a la altura del producto fílmico, incluye escenas que no aparecen en pantalla y refuerzan otras que su director, el mexicano Guillermo del Toro, obvió para no alterar el ritmo de su narrativa visual.

Escrita en co-autoría entre el propio Guillermo del Toro —que demostró ser muy buen escritor a través de su Trilogía de la oscuridad— y Daniel Kraus (Michigan, 1975), tengo la sensación de que este último se encargó de acentuar la emotividad de la historia por encima del elemento fantástico. Y no es la primera vez que hace equipo con Del Toro: juntos crearon la serie animada Trollhunters. Kraus ni siquiera ha sido traducido al español. Pese a tener sólo 4 títulos publicados, ya ha sido nominado al premio Bram Stocker y ganado el Odyssey 2012. Actualmente completa una novela que dejó inconclusa nada menos que George A Romero, autor de La noche de los muertos vivientes. Me cautivó su profundo conocimiento de los personajes, remarcando la nada nimia circunstancia de que interactúan en el marco de la Guerra Fría. Se exponen episodios de la infancia de Elisa Esposito que no aparecen, ni se mencionan en la película. Se sabe que fue encontrada, siendo un bebé, a la orilla del mar, con las cuerdas vocales extraídas quirúrgicamente. Se sugiere que es una práctica habitual con los niños huérfanos en la época, aunque las cicatrices en el cuello de Elisa son casi hermosas. Aparece la directora del hospicio donde creció, diciéndole que lo más seguro es que termine siendo una puta. Pero Elisa es una Jane Eyre que se arroga su derecho a construirse su lugar en el mundo. Al abandonar el hospicio, conquista su sueño de vivir encima del Arcade, el cine al que solía acudir junto con otros huérfanos. Coincide ahí con un maravilloso vecino de nombre Giles Gunderson, un artista que, para subsistir, desperdicia su talento en anuncios bobos, y además tiene un secreto “bochornoso”. El único empleo que consigue, afanadora en los laboratorios Occam, no es precisamente la culminación de un cuento de hadas… pero ahí conoce a la primera verdadera amiga de toda su vida, la negra y parlanchina Zelda, y puede darse el lujo de comprar, aunque sea de segunda mano, lo que más le gusta en el mundo: zapatillas. Elisa cuenta treinta y tres años, lo que significa que su juventud ha transcurrido entre productos de limpieza y secretos gubernamentales que no despiertan un ápice su curiosidad.

Su situación cambia con la llegada de dos personajes que alterarán su mundo: el iracundo Capitán Richard Strickland —de nuevo, esa rara mezcla de aversión y conmiseración que despiertan en Del Toro los militares— que, tras habitar en el Amazonas durante mucho, demasiado tiempo, se hace de la presa más insólita y magnífica; un ser al que los nativos insisten en venerar como a un dios. Strickland manifiesta una desproporcionada necesidad de despertar la admiración de su superior, el misterioso General Hoyt —que jamás veremos en la novela, pero sí en la película—, pero cuando se encuentra cara a cara con la criatura que, pese a sus características anfibias, más parece un hombre musculado y de elevada estatura que a un batracio, experimenta una rabia próxima a la envidia. Su irracional odio hacia “el objeto”, que entre los efectos de la sobredosis de antibióticos llega a percibir como una rivalidad entre “dos dioses”, se incrementará cuando el héroe de la guerra de Corea, que siente una atracción enferma hacia Elisa, advierte la empatía de ésta con “el objeto”… mismo que el científico ruso, Hoftettler, un infiltrado de la KGB en realidad, no tiene reparo en llamar “el Deus Branquia” o “el Devónico” (hermoso apelativo que refiere a las criaturas acuáticas que se formaron en la era Paleozoica), incluso le recuerda a una criatura de un cuento de Afanásiev, autor ruso del siglo XIX que su madre acostumbraba leerle de pequeño. La peculiar historia de amor entre este ser arrancado a la mitología, sometido como una bestia, aunque muy raras veces se altera —como cuando le arranca los dedos a su torturador, Strickland— es exactamente la misma de la película, aunque en la novela Elisa se cuestiona sobre su sobrenatural afinidad con la criatura, que incluye una fuerte atracción sexual, y, ¡lo mejor!, se nos permite acceder a los caóticos pensamientos del Devónico respecto a la mujer que muere por abrazar. La novela profundiza, además, en la vida secreta de Giles que, como la negra Zelda, pertenece a una categoría segregada por la sociedad de la época, y nos sorprende con el súbito protagonismo de la rubia esposa de Strickland, Lainie, que en el filme tiene una sola aunque memorable escena —cuando su esposo le ordena no emitir el mínimo sonido mientras copulan, para imaginar que se trata de Elisa— y en el libro adquiere una magnífica presencia, como un ama de casa de anuncio, que de pronto descubre que esa vida entre productos Westinghouse y una hermosa casa en un elegante barrio de Brooklin, es una verdadera mierda. Y empieza por arrojar los tranquilizantes al inodoro.