Zyanya Mariana

Es común en la tradición talmúdica, de fuerte raigambre oral, encontrar cuentos y parábolas que hablen de lo intangible. Las parábolas son comunes en la cotidianeidad judía; las usó Jesús para construir, en tanto profeta, un nuevo dogma y fundar una religión. Las usa también el joven cineasta Ofir Raul Graizer, en su primer largometraje, El repostero de Berlín (Israel/Alemania 2017), para recordarnos la importancia de la hospitalidad y sus vínculos intangibles con el amor y lo sagrado.

Thomas, un joven pastelero de trato afable y silencioso —huérfano criado por su abuela en el este de Berlín—, atiende una cafetería donde sirve tradicionales pasteles alemanes, como el Selva negra. Un día se vincula con Oren, un hombre casado israelí que viaja regularmente a la capital alemana por cuestiones de trabajo. Cuando Oren muere en un accidente automovilístico, Thomas viaja a Jerusalén buscando respuestas. Gracias a la hospitalidad de Ana, la viuda de Oren, que recientemente ha abierto un café, Thomas comienza a trabajar para ella y su cafetería hundiéndose en la vida familiar de su ex amante Oren.

En efecto, la hospitalidad le abre al extranjero las contradicciones familiares de Ana respecto a su familia: ella es más libre y laica que el religioso de su hermano, ella tiene un hijo varón y no sabe cómo seguirlo criando sola y viuda, ella tiene un café con sello kosher pero no es afable ni gran cocinera. Y entonces el extranjero que desconoce las costumbres judías, que constantemente rompe las reglas invisibles de lo kosher como prender el horno con sus manos impuras, que omite el shabat y que desata suspicacias por su origen alemán y su aspecto de hombre joven fuereño entre los jaredíes (ortodoxos religiosos israelíes) es integrado amorosamente a la vida de Ana y su hijo.

Como Abraham que dio posada a los tres extranjeros y los trató con reverencia antes de saber que eran ángeles, y estos, a cambio, le prometieron una descendencia incontable como las estrellas del cielo nocturno; así Ana hospitalariamente abre su corazón, a pesar de ser una viuda nueva, a Thomas el recién llegado. A cambio el extranjero afable y silencioso le enseña los secretos de la repostería tan parecidos a la vida misma. Más allá del contexto de la película, la disputa existente en la sociedad israelí entre religiosos y no religiosos, la historia se convierte en una serie de metáforas donde lo culinario y las emociones humanas se entretejen: un bocado de pan es el pan compartido en la mesa de la existencia, una galleta decorada guía la reconciliación con la infancia, un pedazo de pastel deviene el umbral del amor.

La tradición hindú afirma que nos enamoramos del maestro, de aquel ser (sin importar el sexo) que nos puede enseñar lo que guardamos potencialmente escondido en nuestro interior y que muchas veces, por ruido cultural, por creencias religiosas, por dogmas clasistas no desarrollamos. Ana se enamora de Thomas, casi desde el principio, mientras que Thomas encuentra en Ana las respuestas de por qué Oren amaba la idea de familia y de alguna manera a Ana; ambos al entregarse entregan dones y respuestas. Los hindús añaden que el amor sólo promete soledad, pues una vez que se aprende a desarrollar el potencial interno, el vínculo empieza a erosionarse hasta la separación. Gracias a la hospitalidad que devino amor, Ana aprendió a atender una cafetería con afabilidad, a servir pasteles de raigambre alemana sin necesidad del sello kosher y a vivir en libertad.