Andrés Manuel López Obrador va a tener que cumplirle, cuanto antes, a la historia.

 En el discurso de cierre de campaña se definió a sí mismo como un Morelos o un Juárez. “Estamos —dijo— a punto de comenzar la cuarta transformación en la historia de México y de convertir en realidad los sueños de muchos mexicanos”.

López Obrador ha pintado un horizonte con profundas expectativas. Poner fin a un sistema es mucho más que una alternancia. Implica afectar privilegios. Así lo hizo Juárez con la Iglesia y Morelos con los esclavistas. ¿A qué grupos, políticos, empresarios, afectará el presidente más votado de la historia?

De no hacerlo su tigre, ese que iba a soltar si no le reconocían el triunfo, puede salir a devorarlo. La revolución estructural que tanto ha prometido tiene que iniciarla muchos antes de que inicie su mandato.

Los hombres y mujeres que elija para formar parte del equipo de transición y de gabinete serán las primeras señales para saber si la lucha contra la “mafia del poder” es honesta o un mero artilugio propagandístico para sustituir a esa mafia por otra.

López Obrador se ha echado a cuestas la transformación legal y moral del país. Ha señalado como causa y principio de todos los males la corrupción y la impunidad. Prometió reformar el artículo 102 de la Constitución para que el presidente pueda ser juzgado por desvío de recursos. Pretende convocar a los  habitantes para construir un consenso ético que lo lleve a elaborar una “Constitución moral” y dice que se someterá, dentro de tres años, a la revocación de mandato

Pretende ubicarse como un gobernante que no tolerará la ilegalidad y el enriquecimiento lícito o ilícito de sus colaboradores. Asegura ser un fiel representante de la austeridad republicana.

 Hay dudas, sin embargo, que revolotean en el ambiente.

Convirtió en candidatos e incorporó a su campaña a una serie de personajes que tienen vínculos con la delincuencia y el crimen organizado. Ha premiado, perdonado y defendido a señalados delincuentes, a políticos corruptos, a ricos que sólo sueñan con ser más ricos.

Ya en la reconciliación se ha comprometido a no perseguir a nadie. “Nadie —dijo— será espiado, perseguido, reprimido o desterrado. Habrá pleno respeto a la manifestación de ideas, a las libertades civiles y religiosas y se garantizará el derecho a disentir”.

 La letanía suena muy bien, pero los hombres no cambian de un día para otro. López Obrador ha sido uno de los políticos más intolerantes de los últimos tiempos con periodistas e intelectuales.

Sus mismos hijos le han gritado “cerdo” a sus oponentes. ¿Qué hará por cierto con su familia? ¿También formará parte de la austeridad republicana?

La transformación del sistema también tendría que pasar por un cambio profundo en la relación entre el poder y  los medios de comunicación. A los que llamó en múltiples ocasiones “poderes fácticos”. A los que acusó de vivir del presupuesto público, del derroche oficial en publicidad.

En una revolución o transformación radical —como él la llama— tendría que haber un viraje en la forma de relacionarse con los consorcios mediáticos.

No más uso de aviones y helicópteros del gobierno; no más residencia oficial de Los Pinos; no más salarios excesivos, ¿no más culto a la personalidad a través de las televisoras? ¿Será?

Después de los resultados del 1 de julio, todos los que votaron por López Obrador sólo esperan presenciar lo nunca visto. Lo imposible, lo inverosímil.

Los pobres y desempleados están listos para ser ricos;  los ancianos para ser jóvenes; los ciegos para ver y los paralíticos para caminar.

Quienes salieron a votar por López Obrador no están esperando precisamente un movimiento como el de la Independencia, las Leyes de Reforma o la Revolución. Lo que están esperando es un milagro.

 Ojalá y el tigre no llegue a sentirse defraudado.