Iván Restrepo

Lamento no acompañarlos esta noche en el homenaje que se rinde al maestro David Antón. Con la influenza no se juega, me dijo mi curandero, el doctor Arnoldo Kraus.

Pero mi ausencia no se notará porque tienen a un invitado de lujo, a uno de los personajes más importantes del teatro mexicano del último medio siglo: el maestro José Luis Ibáñez. Él sí tiene amplios conocimientos sobre la extensa obra de David. Y, además, fue su amigo muy querido.

Dicho lo cual, he pedido a Carmen Galindo que lea en mi nombre el texto que tenía preparado para esta noche.

A David Antón (1924-2017), lo conocí en 1963. Luego de una de las representaciones de Un hombre contra el tiempo, de Robert Bolt, basada en la vida de Tomás Moro y dirigida por Seki Sano. El actor José Gálvez me invitó a cenar con ellos. Esa noche Seki Sano, al que se le atribuía tener mal carácter, fue un personaje encantador. Luego reencontraría a David en múltiples obras de teatro y como escenógrafo para revistas musicales de varias amistades comunes. La amistad se hizo todavía más estrecha a través de Fernando Vallejo, su pareja desde que el autor de La virgen de los sicarios llegó a nuestro país en febrero de1971. Y el ser vecinos en la hoy destrozada colonia Condesa.

Un sobrio y bello libro reúne algunas de sus creaciones: Los andamios del teatro (2013), en el que se ofrece un breve recuento de su vida profesional. Edición hecha con muy buen gusto, con apenas un brevísimo texto que sirve de presentación, pues lo importante era ofrecer al lector una mínima parte de lo que hizo David Antón.

Edgar Ceballos, responsable de editar el libro, tuvo la buena idea de presentarlo en El Estanquillo, museo que guarda el magno legado que Carlos Monsiváis hizo al pueblo de México. Estanquillo en México se refiere a una tienda donde prácticamente es posible encontrar todo tipo de mercancías y de buena calidad. Reinaron en el siglo XIX y todavía sobreviven en el presente en barrios y colonias agobiados por la modernidad que han impuesto los súper y los mega súper.

La producción de David Antón también semeja un estanquillo por la variedad de temas que abordó en las más de 600 obras de teatro de las que fue responsable de la escenografía. Y al diseñar también el vestuario para algunas de ellas. Esa tarea la inició en 1954 y apenas la dejó hace dos años por cuestiones de salud. Incluye lo mismo autores mexicanos que de Francia, Italia, España, Inglaterra, Estados Unidos o Alemania.

El quehacer escenográfico de David fue de lo clásico1 a lo moderno. De Maquiavelo, Calderón de la Barca y Shakespeare, a León Tolstói, Oscar Wilde, Jean Paul Sartre, Jorge Amado, Arthur Miller, Peter Shaffer o Alejandro Jorodowsky. De los autores mexicanos, destacan su puesta en escena de obras de Wilberto Cantón, Federico S. Inclán, Juan Pablo Moncayo, Carlos Olmos, Emilio Carballido, Juan José Gurrola y Hugo Argüelles, entre otros. Y sin dejar de lado el teatro musical y de revista, como las obras en que las protagonistas fueron las cantantes y actrices María Victoria, Lucha Villa, Ninón Sevilla y Daniela Romo. O don Enrique Alonso, “Cachirulo”. Mención especial igualmente merecen sus escenografías para óperas como La Traviata, La Favorita, Rigoletto o La Bohemia. Y musicales como Hello Dolly, Sugar y Mame.

Si algo definió el trabajo de David Antón fue su deseo de perfección y buen gusto, cualidades que se dieron también en su vida diaria, en la amistad. Algo que le viene de lejos. En varias de las cartas que el maestro Salvador Novo publicaba cada quince días en la desaparecida revista Hoy, elogia precisamente esas cualidades a las que agrega su don de gentes. Refiere el autor, crítico y cronista la grata presencia de David en las comidas que ofrecía los domingos doña Dolores del Río en su casa de Coyoacán y a las que concurrían relevantes figuras de la cultura.

Hay una muestra de esas cualidades. Está en la carta que el maestro Novo publicó en febrero de 1964 y que me permito recordar. Convocados a una cena en honor del distinguido director y dramaturgo estadounidense Romney Brent, que dirigió algunas obras de Dólores, escribe Novo que:

Llegamos al departamento de David Antón en Polanco. Tomamos whisky (Dolores no, por supuesto; y yo poco, pues lo que el vino me da no es euforia sino somnolencia), fumamos, conversamos, solícitamente atendidos por el anfitrión hasta que no se reunieron todos sus invitados y su robusto mesero sirvió el buffet.

Confieso que, visualizándolo bohemio, subestimaba yo a David Antón como anfitrión. Temí que fuera a darnos antojitos mexicanos. Todo lo contrario: había un arroz perfecto -no demasiado blando-, unas pechugas con champiñones, un soufflé y un pastel exquisito de crema chantilly. Todas estas delicias fueron del agrado de los presentes.

Hasta aquí lo escrito por el puntilloso Novo.

Otras delicias son las que, durante tantas décadas, en cada puesta en escena, le ofreció al público amante del teatro y la ópera el admirado, querido y caballeroso David Antón. El que supo en 47 años de relación amorosa con Fernando Vallejo, ser él la miel que endulzaba y contenía los ácidos ataques verbales del autor colombo-mexicano contra la iglesia, los presidentes de todo el mundo, los políticos y los escritores que deben más la fama a la publicidad que al contenido literario de sus obras. No está de más, señalar que los 22 libros escritos hasta hoy por Vallejo están dedicados precisamente a su fiel compañero.

Digamos finalmente que algunos mediocres han sido galardonados con el Premio Nacional de las Artes. Quizás por no tener la costumbre de recurrir a padrinos que lo promovieran, ni dedicar su tiempo a mover influencias, y por estar más que satisfecho con lo que hacía, David no recibió tal distinción. Y vaya que reunió méritos más que suficientes para tenerla. Las altas autoridades culturales consideraron que, sin cabildeo para acarrear apoyos a favor, no habría manera de que ocurriera el reconocimiento. Tarde, y compartida, le otorgaron en 2012 la Medalla de Bellas Artes. Para fortuna, el público y el mundo del teatro y la ópera le dieron en cada una de sus escenografías o vestuarios el máximo reconocimiento al que siempre aspira un artista como lo fue David.

Murió como vivió: con una gran sencillez, pero siempre con elegancia. Al “Príncipe del arte escenográfico”, como lo bautizó acertadamente el autor y critico Rafael Solana, lo extrañaremos siempre.