Por José Pazó Espinosa

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]U[/su_dropcap]n pintor retratista de mediana edad se separa de su mujer, coge su viejo coche y se va a viajar por el norte de Honshu, la isla principal nipona, hasta que un amigo le deja instalarse en la casa que su padre, también pintor y de éxito, ha dejado por una residencia de mayores. Esta es la premisa inicial de la última novela de Haruki Murakami. Un divorcio, en definitiva, que abre una grieta en la vida del protagonista que no dejará de explorar.

De forma cristalina, el libro es un homenaje a El gran Gatsby, la novela de Scott Fitzgerald tan querida por Murakami. En su ensayo, “Como traductor y como novelista”, el autor analiza su trabajo como traductor de esa novela y lo equipara, en parte, al de novelista. Murakami había decidido llevar a cabo esa traducción con sesenta años, porque sentía que se necesitaba una sabiduría literaria difícil de tener siendo más joven. En realidad, la acabó 4 años más tarde de lo que pensaba, pero ha declarado varias veces que hacerlo fue un hito en su vida. En el mismo ensayo citado, Murakami declara que las tres novelas que más le han impresionado en su vida fueron El gran GatsbyLos hermanos Karamazov y El largo adiós, pero si tuviera que elegir solo una, sería la primera.

La muerte del comendador es claramente un homenaje a Gatsby y a su autor. El protagonista, un hombre lacónico y detallista, que narra la historia en primera persona, conoce en la retirada casa que le han dejado a un vecino del otro lado del valle con líneas y tintes precisos tomados del personaje de Fitzgerald. Y, naturalmente, el Gatsby de Murakami, Wataru Menshiki, toma la iniciativa en su conocimiento y le pide favores. Uno de ellos, de forma casi natural (aunque en las novelas de Murakami no hay nada realmente natural sino más bien sobrenatural), es que le pinte un retrato. El otro no lo desvelaremos por mor del misterio, pero tiene que ver con el oscuro pasado de ese Gatsby nipón solitario, remotamente enriquecido por el negocio de la compra y venta de información, que viaja en Jaguar y come comida francesa cocinada por un chef postmoderno.

Todo esto que contamos, ocurre con una morosidad significativa. En la página cien el protagonista todavía no ha conocido a Menshiki y, en la doscientos, de las casi quinientas del libro, todavía no ha ocurrido prácticamente nada más que lo que hemos resumido como premisa inicial. Es interesante notar que con el tiempo Murakami se va calmando (si es que puede serlo más), va reduciendo la velocidad de marcha mediante el deleite en detalles externos e internos, con una minuciosidad digna de los ojos de un caracol. Algo que ya le pasó a Mishima en su literatura, o a Thomas Mann en la suya. Porque Murakami quiere hacer un claro homenaje a Gatsby pero La montaña mágica se le cuela también por algún lado.

El libro tiene algo fúnebre, como si los personajes fueran fantasmas o estuviesen ya muertos. Es algo muy típico de Murakami, pero en este caso más. Por un lado, el apellido de Wataru Menshiki significa “sin color”, con lo que remite a otra novela suya. Pero es que el protagonista y narrador tiene una hermana muerta a la que gustaban las cuevas, y en la casa de la montaña encuentra un misterioso pozo que servía para el antiguo rito budista de alcanzar la iluminación mediante la automomificación en una cueva subterránea. Curiosamente, el propio Murakami expresó en una entrevista su deseo de poder sentarse algún día a meditar en el fondo de un pozo. De alguna forma, decía, el proceso de escritura es algo así para él.

La novela tiene abundantes referencias culturales muy japonesas. En primer lugar, a un cuento de Ikinari Ueda que trata de una de esas momias budistas. Luego, hay un comendador, el del título, que sale del cuadro y toma vida, y que es un personaje del Don Giovanni mozartiano a la vez que una de esas momias budistas que mencionaba. Están los fantasmas de los muertos y los de los vivos, esos dos temas del antiguo Japón recurrentes, siempre con discreción, en la literatura de Murakami. Porque Murakami es un escritor rodeado de sombras y fantasmas.

El libro, como todos los de Murakami, está lleno de referencias objetuales y marcas (Jaguar, Toyota, Peugeot, White Label…), de referencias musicales (en este caso operísticas y de jazz) y de referencias a la comida. Sus protagonistas pasan bastante tiempo escuchando música, bebiendo y comiendo. Sobre todo ello tienen opiniones. También leen. Pero no usan ni teléfonos móviles ni ordenador aparentemente. Aunque, ¿para qué van a necesitar estos objetos unos seres espirituales y sobrenaturales como los suyos?

Hay en el libro algo interesante, como es una teoría de la pintura, que el protagonista desarrolla en relación con su trabajo. Hay muchas referencias a pechos femeninos, y algunos coitos, algo repetitivas para el lector habitual. Encontramos hacia el final una conversación sobre pechos y penes (lo diremos elegantemente) entre el pintor y una niña, un tanto extemporánea. Quizá podamos entenderla como la preocupación de los seres espirituales por sus apéndices, sean masculinos o femeninos. Y hay una referencia final a la Segunda Guerra Mundial y al Holocausto, “confundente” o intrigante, dependiendo del grado de admiración que uno tenga por el autor. Conviene avisar que el libro se presenta como una primera entrega de una serie, por lo que queda totalmente abierto en su final. El lector, entregado o no, no encontrará ninguna gratificación en el desenlace. Quedará solo en un espacio hueco y vacío, como una cueva o un pozo.

Por lo demás, el estilo es Murakami en estado puro. Acciones y reacciones: algo pasa y a eso que pasa siguen unas meditaciones y pensamientos del protagonista. O, a la inversa, se adelantan los pensamientos sobre algo que pasará después o que pasó antes pero que será desvelado después en forma de flash back. La literatura de Murakami es un entrelazado de acciones y reacciones, con giros inesperados, una especie de hilo multicolor que engancha. El autor dice que escribe sin plan, sin saber adónde irá. Que parte de un personaje o un objeto y de allí va a donde le lleven. Por el momento, nosotros con él.