Estimada Marta:

La última vez que charlamos, no hace mucho, te platiqué sobre la batalla que libramos un grupo de alumnas y exalumnas de mi alma máter donde las estudiantes de Letras y Derecho optamos por romper el silencio y denunciar diversos delitos de índole sexual de los que hemos sido objeto por parte de profesores y, en menor grado, compañeros de estudios. Aquel escándalo estalló antes del de Harvey Weinstein, pero cuando te lo comenté, los ojos del mundo estaban puestos en el magnate hollywoodense. Recuerdo tu sonrisa condescendiente. El comentario que tanto aguardaba y nunca llegó.

Luego de leer tu libro Acoso. ¿Denuncia legítima o victimización? —México, FCE, 2018— interpreto aquella ladeada y dulzona sonrisa: “¡No! ¡Otras mujeristas cómplices del conservadurismo que pretenden satanizar la libre expresión de la sexualidad!”. Al referirme a mi experiencia personal, es muy probable que pensaras también: “Seguro algún incauto se acercó a importunarla y ella reaccionó con todas esas tontas victimistas influenciadas por la cultura estadounidense”.

El deplorable vagón de “solo damas”

Luego de leer tu pequeño tratado contra las enemigas de “la libre manifestación de la sexualidad”, en el que “victimista”, “mujerista” y “feminista radical” son las palabras más llevadas y traídas para referirte a tus contrarias, reconozco que me quedo con tres dudas: ¿qué es una “mujerista”? ¿Qué criterios diferencian a una víctima auténtica de una “victimista”? ¿En serio existe un “feminismo radical” que no compete a las “feministas racionalistas”, como implícitamente te representas? Lo más próximo a una “radical” que conozco es Valerie Solanas, que escribió Manifiesto para el exterminio de los hombres y padecía esquizofrenia.

A través de mi lectura, me pregunté una y mil veces si la autora tenía un ápice de interés en nuestra sociedad; si conocía a las mujeres y hombres promedio de México, pues salvo someras alusiones, se regodea en dos culturas completamente distintas a la nuestra: la estadounidense y la francesa. Te equivocas cuando afirmas que los mexicanos pensamos igual que nuestros vecinos del norte, y que estos han conseguido impregnarnos de su paranoia “conservadurista”, como porfías en llamarla.

El hecho de que en la Ciudad de México exista un deplorable vagón “solo damas” en el Metro (que nos divide en potenciales imbéciles y potenciales violadores) no ha inhibido los feminicidios, ni el acoso en el trabajo ni en los centros de estudio, ni borra el hecho de que cada 18 segundos una mujer es violada en nuestro país (Lydia Cacho dixit).

Marta, pareces muy informada respecto a lo que ocurre en las universidades estadounidenses, pero esas políticas anti-acoso a las que aludes como los jinetes del apocalipsis del sexo sano, apenas han remediado un problema que existe, aunque pretendas obviarlo… y en tu país no existe nada remotamente parecido. Consignas un solo caso en que un hombre fue a parar a la cárcel por haberle dicho “guapa” a una mujer. Nadie merece dos días de privación de su libertad por emitir un elemental piropo, pero resulta que el apellido de la denunciante es, cuando menos parece, de alcurnia. Para mí se trató más de un asunto de clase que de “feminismo radical”. Te pregunto: cuántos acosadores reales, peor aún, cuántos violadores han recibido una pena carcelaria justa por acosar, violar o decirle “¡qué chichotas!” a Lupita Hernández o a María Pérez.

El libro me deja dudas.

Romper el mutismo

En gran parte de tu librito te lamentas de que las mexicanas no pensemos como las francesas que criticaron al movimiento #metoo. El verbo “importunar” no significa lo mismo para Karla Souza que para Catherine Deneuve, no contribuyas a crear un eufemismo para referirte al acoso. Es posible que los franceses sean lo bastante civilizados para dejar en paz a una mujer cuando esta responde “no” a una clara petición de tener sexo, pero deberías saber que los mexicanos no abordan a las mujeres del mismo modo, y que muy, muy raras veces aceptan un “no” por respuesta, y que la mayoría de quienes aparentan aceptarlo, no te lo perdonan jamás. Incluso, cuando has consentido una relación sexual y por alguna razón te arrepientes, por la razón que sea, tienes derecho a decir no, y la obligación del otro es detenerse.

Aunque no lo creas, hay muchos factores que pueden hacernos desistir de prolongar un momento íntimo, y no necesariamente tienen que ver con nuestra “educación judeocristina”, que cada tres líneas sacas a relucir. Lo más degradante de tu librito, sin embargo, es tu intento por minimizar el asunto de los feminicidios. Al comparar cifras entre hombres y mujeres asesinados, obvio, salen perdiendo los hombres porque son los que deambulan más libremente por la calle y quienes conforman la mayoría de quienes conforman el crimen organizado (comparar población masculina de Santa Marta Acatitla con población femenina). Sabes perfectamente en qué se diferencia el feminicidio de un homicidio perpetrado contra alguien que casualmente es mujer. Dime: ¿a cuántos hombres se les ha matado por el simple hecho de ser hombres? Dame una sola cifra que no incluya varones homosexuales.

Es una pena que te unas al grito “ultrarracionalista” de Germaine Greer cuando reprocha a las actrices de Hollywood por no cerrar las piernas y nos hagas sentir el peso del genuino conservadurismo, ése que culpabiliza a las mujeres violadas por llevar ropa demasiado provocadora. Justo ahora que las mujeres mexicanas, las que debieran importarte, recién rompimos el mutismo.