Entrevista a Mario Ramírez Rancaño | Sociólogo

Por Javier Vieyra y Jacquelin Ramos

 

El Panteón Francés de la Piedad en Ciudad de México es uno de los cementerios más bellos y exclusivos del mundo. En este recinto, descansan los individuos y familias que, especialmente en la época porfiriana, representaban lo más selecto de las elites políticas y económicas de nuestro país. Al recorrer sus espacios, la vista se acostumbra a los suntuosos sepulcros, las esculturas de mármol de Carrara, los apellidos prominentes y el peculiar estilo de la muerte aristocrática. A pesar de ello, ningún monumento en todo el camposanto supera en majestuosidad y lujo los mausoleos de la familia Torres Adalid.

En estos dos palacetes fúnebres, localizados en la calzada principal del sitio, parecen no haberse escatimado recursos en honrar la memoria de sus ocupantes, cuyos apellidos, hoy, irónicamente, se encuentran en el olvido. ¿Quiénes eran estos personajes cuyas tumbas hablan de una fortuna y un prestigio social esplendorosos en otros tiempos? ¿Quiénes eran los Torres Adalid? El doctor Mario Ramírez Rancaño, investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, responde a estas  preguntas de manera excepcional en una conversación exclusiva con Siempre!  explicando que no puede entenderse el auge y caída de este linaje sin tomar en cuenta una particular bebida: el pulque.

Y es que la familia Torres Adalid generó su riqueza, desde los años de la Colonia, gracias a la explotación de los magueyes pulqueros ubicados en los celebres Llanos de Apan, específicamente en regiones de los estados de Hidalgo, México y Tlaxcala, en donde poseían haciendas que se dedicaban a la producción de este tradicional néctar mexicano y que consolidaron una industria nacional de enorme importancia, equiparable incluso con la minería. Ignacio Torres Adalid fue el último y más distinguido representante de esta estirpe que descansa sobre magueyes.

“Los orígenes de la familia Torres Adalid pueden ubicarse desde el siglo XVIII. Su patrimonio se integraba principalmente por haciendas de una extensión de entre tres mil y cuatro mil hectáreas, relativamente pequeñas en comparación con las que existían en el norte de México.  La principal de estas propiedades era la hacienda de Ometusco, la cual fue visitada y descrita por madame Calderón de la Barca en su conocida obra La vida en México, gracias a su amistad con Josefa Adalid y Gómez Pedroso, madre de Ignacio Torres Adalid”.

De esta manera retrata madame Calderón de la Barca la impresión que le transmiten los territorios de su amiga, a los que arribó en el año de 1840:

“El día se nos fue en visitar la hacienda de Ometusco, situada en los llanos de Apan, famosa por la excelencia de sus pulques y propiedad de la señora Adalid de Torres. Los órganos, el nopal y los magueyes sin número constituyen la vegetación principal durante seis millas a la redonda. La hacienda misma, que es un hermoso y grande edificio, se encuentra solitaria y los vientos la azotan, después de soplar por encima de las magueyeras… Casi es imposible concebir soledad más completa que la de residir en una de estas haciendas, situadas en las grandes llanuras de Otumba y Apan”.

La percepción de la entrañable cronista,  asevera Ramírez Rancaño, no es errónea, pues quien llega a los llanos de Apan se encuentra con una zona semidesértica cuyo desarrollo dependió en los siglos pasados casi exclusivamente de la industria pulquera. No por ello debe pensarse que los Torres Adalid eran personas retraídas, pues se trataba de una familia criada dentro de la alta cultura y las relaciones sociales de Ciudad de México, siendo Ignacio el tercero de cuatro hermanos, todos excelentemente conectados con los círculos intelectuales y políticos durante toda su vida. A pesar de ello, Ignacio Torres Adalid tuvo que enfrentarse desde su niñez a la poliomielitis, padecimiento que le generó cojera y la necesidad de caminar con muletas por el resto de sus días. Era definido a menudo como un hombre colérico, pero  a la vez sensible y religioso, fervientemente católico y apostador empedernido; su vida amorosa estuvo marcada por una sola mujer: Juana Rivas Mercado.

“Ignacio Torres Adalid contrajo matrimonio en 1879 con Juana Rivas Mercado, hermana del afamado arquitecto Antonio Rivas Mercado, a quién debemos el Ángel de la Independencia, y Leonor Rivas Mercado, esposa de su hermano Javier. Cuando se celebró la boda, Torres Adalid contaba con 44 años de edad y Juana con 29, se consideraban ya eternos solteros, pero es posible que frecuentando las reuniones de la primera familia Torres Rivas, naciera su relación. Nunca tuvieron descendencia y tristemente la tragedia terminó con el matrimonio veinte años después cuando Juana murió al caer en su casa en avenida Juárez, que se encontraba en construcción. Actualmente puede apreciarse todavía la fachada de la residencia con un emblema de las iniciales de Torres Adalid. El mausoleo del Panteón Francés de la Piedad en el que yace Juana fue diseñado por Antonio Rivas Mercado como un presente al recuerdo de su hermana”.

 

Ataque al pulque y su consumo durante el porfiriato

Aunada a la que pudiese considerarse una existencia desafortunada, Ignacio Torres Adalid tuvo una brillante faceta de empresario y emprendedor, debido a que fue tal vez el heredero que enfocó todos sus esfuerzos primordialmente al negocio de su familia. Así pues, junto con su sobrino Javier Torres Rivas  se encargó de fortalecer  y expandir la industria del pulque hasta convertirla en un emporio de dimensiones impresionantes.

El doctor egresado de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París indica que en gran medida este auge fue producto de la visión que tuvo Torres Adalid por aprovechar el entonces novedoso Ferrocarril Mexicano, que durante el gobierno de Porfirio Díaz fue concebido para conectar Ciudad de México con Veracruz y que cruzaba el altiplano. Gracias a las vías, Torres Adalid pudo hacer llegar el pulque, un producto fácilmente perecedero, a los centros urbanos en cuestión de horas, con lo cual incrementó de manera exponencial el alcance del elixir blanco  y también el tamaño de su fortuna. Pero ahí no pararon las expectativas del llamado “Rey del pulque”, ya que intentaba alcanzar también el mercado internacional, razón por la que se encontraba trabajando arduamente en una fórmula que evitara que el pulque caducara y obtener así un producto parecido al vino  en cuanto a durabilidad. El negocio del pulque nunca volvió a ser más próspero que en esta etapa, no solo por la sagacidad de Torres Adalid, sino porque el pulque era la auténtica bebida nacional, se consumía en todos los estratos sociales y a todas las edades, pues vale recordar que su contenido alcohólico es ciertamente bajo y posee además varias propiedades benéficas para la salud. El futuro, sin embargo, deparaba a Torres Adalid y al pulque un negro panorama.

 

Mario Ramírez Rancaño | Sociólogo

 

“En los últimos años de gobierno del presidente Díaz,  además de que el ambiente político se volvió insufrible, se emprendió una campaña antialcohólica que atacaba de una manera brutal el pulque y su consumo.  Las elites políticas e intelectuales actuaban ideológicamente favoreciendo la tendencia de “afrancesar” la cultura mexicana. El pulque empezó a ser desdeñado  por ellos considerándolo una bebida popular, para clases sociales inferiores, incultas o incivilizadas. El pulque pasó de ser la bebida nacional a un producto estigmatizado, al que todavía en nuestros días se le considera un brebaje propio únicamente de personas ignorantes o iletradas. Frente a este desprestigio, Ignacio Torres Adalid comenzó a trabajar en el perfeccionamiento y modernización de la industria, enfocándola en la investigación de las propiedades del pulque y el aguamiel y sacando al mercado nuevos productos derivados como el jarabe Agaván, un tónico para curar enfermedades agudas del sistema urinario o alcohol industrial de 96 grados de alta calidad, con los cuales Torres Adalid pudo mantenerse activo en el plano empresarial mexicano. Pero la debacle inevitable vendría después de la mano de la política”.

Aunque la familia Torres Adalid mantuvo siempre una estrecha dinámica con los círculos políticos, la llegada de Ignacio Torres Adalid al Senado de la República como representante del estado de Tlaxcala en tiempos del golpe militar de Victoriano Huerta, y su supuesta afinidad con este personaje y otros nombres conjurados oficialmente como Félix Díaz sería un yugo del que el “Rey del pulque” no podría librarse y que le acarrearía una persecución política sin tregua y agravios constantes contra su persona.

 

Grandes impulsores de la modernidad mexicana

Una vez rendido el régimen huertista frente a la fuerzas de Venustiano Carranza, indica Mario Ramírez Rancaño, Ignacio Torres Adalid se exilió en La Habana a mediados de julio de 1914, y la Revolución le arrebataría gran cantidad de propiedades; murió el 23 de septiembre de ese mismo año en la capital cubana. Sus restos fueron repatriados tiempo después y depositados junto con los de su esposa Juana Rivas Mercado. Aunque después de su deceso se aseguró de seguir siendo congruente con una de sus principales pasiones en vida: la beneficencia.  Mientras Ignacio Torres Adalid encabezaba su señorío de pulque se preocupó de destinar buena parte de sus ganancias a construir infraestructura pública y mantener a sus trabajadores con una vida digna, además de desarrollar en diversos ámbitos las zonas donde se encontraban sus haciendas, que, como se ha visto, no poseían un potencial especialmente positivo para ello.

Después de su muerte, Ignacio Torres Adalid legó también lo que quedaba de su riqueza a la beneficencia, motivo por el cual una calle de la colonia del Valle lleva su nombre, junto con el de otros grandes personajes que destinaron su patrimonio al bien social como Patricio Sanz y Concepción Béistegui. Este hecho, añade el académico, desmitifica la imagen siniestra con que la historia moderna ha tratado de satanizar a los empresarios y hacendados de finales del siglo XIX y principios del XX, haciéndolos ver como personas desalmadas y codiciosas viviendo a costa de la miseria de los trabajadores, sin reconocer en personajes como Ignacio Torres Adalid a los grandes impulsores de la modernidad mexicana, una modernidad que, en muchos casos, parece haberse ido eternamente.

“Es necesario rescatar a alguien como Ignacio Torres Adalid por la simple razón de que gracias a su industria y la de su familia existió prosperidad en el México central, todo  en función del pulque. Fueron los promotores del crecimiento económico y del bienestar de esa zonas, sobre todo de las que se encontraban empobrecidas y que han vuelto a caer en ese abismo y no se han podido levantar después de la muerte de la industria pulquera. No solo se ha olvidado la vida y obra de los Torres Adalid, también se ha dejado marchitar este sector que es símbolo de identidad cultural y que podría estar generando, como en aquellos días, ciertos niveles de calidad de vida para los habitantes de estos lugares. Ignacio Torres Adalid fue uno de los grandes visionarios de México, tal vez no sea descabellado dejar de lado los prejuicios históricos y volver sobre sus pasos”.