EDITORIAL

 

Samir Flores, el líder indígena de Morelos, cabeza del movimiento campesino que se opone al funcionamiento de la termoeléctrica Huexca se atrevió a ser contrapeso de la decisión presidencial y lo ejecutaron.

Esa es la percepción que tiene la comunidad de Amilcingo sobre las causas de su muerte. Los habitantes de ese pequeño pueblo, de apenas 3 mil habitantes —y del que era originario un hombre que se había convertido en bandera de los derechos indígenas—, tienen miedo. No salen de sus casas por temor a correr la misma suerte que Samir.

Ese clima de miedo, violencia, radicalización y venganza que priva en los municipios de los alrededores es lo que dejó la arenga presidencial del pasado 20 de febrero en Morelos, cuando acusó a hombres y mujeres de habla náhuatl, piel curtida por el sol y pies rajados por la tierra de ser mercenarios trasnacionales.

Para enterrarlos y expulsarlos políticamente del paraíso “amliano” utilizó el peyorativo de marras: “Son unos conservadores”.

La muerte de Samir Flores es importante por muchas razones. Entre otras, porque en un contexto de intolerancia y violación sistemática del Estado de derecho su asesinato se convierte en un símbolo de lo que está sucediendo en el ámbito nacional.

Del 1 de diciembre a la fecha ya hay muchas víctimas de quienes se han atrevido a hacer uso de su derecho de réplica.

El derecho de réplica, léase contrapeso, léase democracia o libertad de expresión, es una de las garantías constitucionales a las que recurre el presidente Andrés Manuel López Obrador con frecuencia para responder a sus críticos. Sin embargo, solamente él puede usarlo sin sufrir consecuencias.

El resto de los mexicanos estamos hoy expuestos a ser víctimas de la furia presidencial si nos atrevemos a disentir. Ese fue el caso de Samir Flores, como lo fue también, en menor medida, el del grupo “Yo sí quiero contrapesos”, de reciente creación , a cuyos integrantes llamó despectivamente “ternuritas”.

Desde esa óptica, también son “ternuritas” y “hacen el ridículo” —por fungir como equilibrio de poderes— los ministros de la Corte, los medios de comunicación y los órganos autónomos.

Samir puede llegar a convertirse en el nuevo Zapata. Su asesinato ha provocado que diferentes organizaciones indígenas del país comiencen a organizarse para protestar contra las decisiones autoritarias, por no decir totalitarias, de un gobierno que los utilizó para llegar al poder y que hoy los traiciona.

Samir Flores no murió solo. Junto con él fue ejecutada parte de la democracia. Se liquidaron libertades y derechos plasmados en la Constitución.

Un jurista podría hablar con más conocimiento de ello, pero se advierte que las balas que penetraron el cuerpo de ese luchador social perforaron también diversos tratados en materia de derechos humanos.

¿A qué se atrevió ese luchador social? A decir que la consulta convocada por el presidente para echar a andar la termoeléctrica era ilegal y amañada. Se atrevió a organizar a los campesinos para impedir que el agua del río con el que riegan sus cultivos sea contaminada.

Osó hacer uso de su derecho a disentir, a organizarse, a exigir elecciones libres, a que las comunidades indígenas fueran consultadas de acuerdo con los protocolos marcados por Naciones Unidas, a defender el medio ambiente, a ejercer la tan cacaraqueada soberanía del pueblo para tomar decisiones e incluso a exigir que se respetara la identidad de los campesinos.

“Queremos seguir siendo campesinos”, le gritaron a López Obrador cuando les ofreció bajarles las tarifas de electricidad a cambio de que permitan al gobierno conectar la termoeléctrica.

Pero con Samir no solo murió el Estado de derecho, o parte de él, sino el respeto más elemental a la dignidad humana. El líder indígena Jaime Domínguez lo dijo bien: “Andrés no se ha tomado la molestia de llamar por su nombre a Samir”.

Por razones de Estado ha quedado prohibido mencionar su nombre.