La Alianza de Civilizaciones

La Alianza de Civilizaciones es el nombre del programa adoptado en 2007 por las Naciones Unidas, que promueve el diálogo entre Occidente y el mundo árabe. La idea, propuesta en 2004 ante la organización internacional por el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, recuperaba la iniciativa de Mohammad Jatami, quien, como presidente de Irán en 1998, la introdujo para contraponerla a la teoría del Choque de civilizaciones (Clash of Civilizations) de Samuel P. Huntington.

La propuesta de Rodríguez Zapatero que, antes de ser adoptada por la ONU, obtuvo el patrocinio del primer ministro —hoy presidente— de Turquía, Recep Tayip Erdogan, así como el respaldo de una veintena de países de Europa, Latinoamérica, Asia y África, además de la Liga Árabe, pretendía, pragmática y humanista, desactivar el terrorismo islámico —y también el de los supremacistas anti musulmanes— e impulsar el diálogo entre religiones, con la convicción de que más allá de las creencias diferentes, todos somos el género humano.

La iniciativa, sin embargo, ha sido objeto en Occidente de descalificaciones politiqueras en España, identificándola con el partido al que pertenece el presidente que la promovió, además de que no ha tenido el impacto que merece. Tampoco parece haber prendido en el mundo musulmán, donde nos estamos enterando de la decisión del mandatario turco de convertir Santa Sofía, hoy museo en el que “conviven” las expresiones de arte y religión musulmanas y cristianas, en mezquita.

 

El sultán contra la historia

La decisión de este pretendido sultán, es —afirma la famosa novelista turca, Asli Erdogan— una bofetada a quienes creen que Turquía sigue siendo un país laico.

Agrede, además, a los creyentes cristianos, pues Santa Sofía antes de ser mezquita fue templo cristiano, como lo muestra este rápido recorrido por los siglos que tiene de existir:

Dedicado a la Sabiduría Divina —Hagia Sophia— el templo fue edificado, por orden del emperador Constantino, del año 325, sobre las ruinas de un templo a Apolo. Y en 415, después de un incendio provocado, fue reconstruido y consagrado de nuevo por Teodosio II.

En 532, después de un levantamiento popular que asoló Constantinopla, el emperador Justiniano habría de construir una Santa Sofía más amplia y majestuosa, que, inspirada en el Panteón de Roma, adoptó el estilo bizantino.

Este espléndido monumento, dicen los historiadores, serviría de inspiración a los arquitectos árabes, venecianos y otomanos.

En 726 el emperador bizantino León III, “El Sirio”, lanzó una campaña iconoclasta que durará varios siglos, en los que se destruyeron íconos. Más tarde, en 1204 la basílica fue saqueada durante la cuarta cruzada, para después convertirse en la sede del patriarca latino de Constantinopla.

Por cierto, crónicas del siglo X cuentan que unos eslavos, enviados por Vladimir, el gran príncipe de Kiev, a Santa Sofía de Constantinopla, a informarse sobre el cristianismo, declararon maravillados: “fuimos conducidos al templo donde veneran a Dios y no sabíamos si estábamos en los cielos o en la tierra, pues era tal su belleza que Dios tenía que estar ahí, al lado de los hombres”.

Las crónicas siguen diciendo de este Vladimir, considerado el fundador de la Santa Rusia, que, “deslumbrado por la descripción que le hicieron sus enviados: la finura de los mosaicos, el oro de los iconos, el brillo de los mármoles, se convirtió al cristianismo oriental”; y con él la mayoría del pueblo eslavo.

No es sino hasta 1453, con la toma de Constantinopla por el sultán Mehmed II, lo que significó el final del Imperio romano y para muchos el final de la Edad Media y inicio de la Edad Moderna, cuando Santa Sofía es convertida en mezquita, a la que se añade un minarete. Mientras la ciudad vencida adoptaba el nombre de Estambul.

En el curso de los siguientes siglos se adicionan a la antigua basílica otros minaretes y se construye un palco para el sultán y su mausoleo, así como una escuela coránica, una biblioteca, una fuente de abluciones y un comedor de beneficencia.

Esta larga historia de Hagia Sophia, iglesia por mil años y mezquita por casi quinientos, en medio de las turbulencias de Constantinopla – Estambul, había tenido un desenlace armonioso, cuando en 1934 el presidente turco Mustafá Kemal Atatürk, decidió convertir el templo en museo y “ofrecerlo a la humanidad”.

Un armonioso desenlace que fue completado cuando Hagia Sophia quedó inscrita, en 1985, en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Precisamente como “símbolo universal del diálogo”.

Este mes de julio, sin embargo, el presidente turco Erdogan, anunció que, basándose en la decisión de un tribunal nacional que anula la conversión del templo en museo, Santa Sofía volvería a ser mezquita a partir del día 24.

El presidente, un megalómano que se siente sultán, se prende de la historia y los mitos y mística otomanos, reduciendo a ello el pasado turco que, sin embargo, como dice el prestigiado historiador turco francés Edhem Eldem, “no es solamente otomano y la historia otomana no es solamente turca”.

La prestigiada académica Judith Herrin hace notar, por otro lado, que la decisión de Erdogan significa “el final del papel histórico de Estambul como metrópoli tolerante en la que convivieron las religiones musulmana, cristiana y judía durante siglos”.

 

Las condenas del mundo

El consejo de estado, que es el supremo tribunal administrativo de Turquía, revocó la decisión del presidente Mustafá Kemal de transformar la mezquita en museo, porque en las escrituras que hacían constar que la fundación Mehmet-Fatih —nombre del sultán otomano que conquistó Constantinopla— era la propietaria de Santa Sofía, esta aparecía como mezquita y tal condición no podía modificarse.

La decisión del tribunal, emitida en atención a requerimientos de diversas asociaciones musulmanas, ha provocado múltiples reacciones, como la muy elocuente del papa Francisco quien dijo, “pienso en Santa Sofía y estoy muy dolido”, la de Estados Unidos que se muestra “decepcionado” y la de Francia, que la “deplora”.

Rusia hizo notar a Erdogan el rechazo que provoca el cambio de estado de Santa Sofía, particularmente en la iglesia ortodoxa, que considera que el hecho de convertirla de nuevo en mezquita la convertirá en símbolo de división entre musulmanes y cristianos.

Grecia condenó asimismo la decisión, afirmando una verdad lacerante: que “el nacionalismo del presidente Erdogan hace retroceder a su país diez siglos”. Mientras, la Unión Europea pidió a Turquía rectificar tal decisión, que inyecta desconfianza en las relaciones con los europeos, promueve divisiones entre las comunidades religiosas y afecta al diálogo y la cooperación.

La Unesco, en fin, lamentó “profundamente” la decisión, tomada por Ankara, sin “diálogo previo”, y afirmó que cualquier transformación en el estatuto de un monumento inscrito en la lista del Patrimonio de la Humanidad debe ser cuidadosamente negociado y aprobado, si fuese necesario, por el Comité del Patrimonio Mundial.

La Unesco hizo notar, por otra parte, que Santa Sofía está inscrita en el Patrimonio Mundial porque es única en el mundo, “símbolo del diálogo entre Europa y Asia… testigo de culturas y pueblos… monumento fundamental de la cultura ortodoxa, ha sido también una gran mezquita y luego un museo… encarna un llamado al diálogo.

Estas y otras críticas de personalidades, iglesias y asociaciones de diversa índole, han sido rechazadas por el presidente turco, alegando que Turquía tiene el derecho soberano de tomar la decisión de reconvertir el museo de Santa Sofía, Hagia Sophia, en mezquita.

 

La demagogia religiosa

La pretendida justificación jurídica de la medida como ejercicio de soberanía no se sostiene en esta época, y menos cuando Santa Sofía museo está inscrita en la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.

Pero, en todo caso, la discusión jurídica no es lo relevante en este caso. Lo que importa es descubrir los motivos que están detrás de una decisión polémica, por no decir que es condenable.

¿Las creencias religiosas del pueblo y de muchos políticos y partidos, comenzando por el presidente y su partido? Sí, pero exacerbadas por intereses tanto dogmáticos como políticos, que hoy tienen satisfacción con Hagia Sophia convertida en mezquita.

Aunque no es la única satisfacción, pues ya la han tenido desde tiempo atrás, con la mezquitización de innumerables iglesias griegas y armenias y con el precedente creado por el mismo Erdogan, quien devolvió al culto musulmán el museo de Nicea, basílica de uno de los primeros concilios cristianos.

Pero más allá de estos explicables, aunque discutibles, motivos, las razones de fondo son otras: cierto, la condición del presidente de fervoroso musulmán, pero no para postrarse humildemente ante Alá sino para ser él mismo, Erdogan, alabado como el caudillo neo otomano de su pueblo, frente y contra a Europa.

No es un asunto de religión, sino de vanidad y de poder, aunque para la escritora franco iraníe Abnousse Shalmani, el presidente turco pretende encabezar la Internacional Sunita. Lo equipara a Putin, Xi Jinping y Trump que “sienten que encarnan el destino de sus respectivos países”.

A esa obsesión de devenir El Sultán responde su enfebrecido antikemalismo: desmontar la obra y el legado de Mustafá Kemal Atatürk, este gran político que llevó al siglo XX a un imperio derrotado y humillado convirtiéndolo en la Turquía laica, moderna, potencia emergente. En otro contexto, y respecto a otros temas, es lo que está haciendo Trump con el legado de Obama.

El nuevo raïs, neo otomano, es él, Erdogan, declarando: “Turquía requiere un nuevo espíritu de conquista”, e interviniendo ya, con afanes de conquistador del Mediterráneo, en los conflictivos escenarios de Siria, Libia y en aguas chipriotas explorando gas.

Su demagogia religiosa le gana apoyo popular para sus aventuras imperialistas, al tiempo que es una suerte de droga para sus votantes en un momento de la devastación económica que ha producido en Turquía la pandemia.

 

Demagogia religiosa por todas partes

Esta demagogia, perverso recurso, que juega con creencias religiosas, las más cercanas al corazón de los seres humanos y las que no requieren razonamiento sino fe, es empleada por políticos y gobernantes en múltiples países y regiones.

La religión para manipular, polarizar, despertar odios, para asesinar y destruir. En India respecto a los vecinos musulmanes. En Birmania contra la comunidad musulmana de los rohingyas. En Israel contra los musulmanes. Entre los países del Golfo —sunitas— y los chíes de Irán, en la guerra a muerte que los enfrenta. Entre los islamistas de países islámicos y “lobos solitarios” en países no musulmanes que le hacen el juego al terrorismo islámico. Entre los supremacistas blancos anti musulmanes o anti semitas.

Y, ejemplo en casa: padecemos en América Latina la demagogia religiosa de los evangélicos, en partidos políticos que, díganlo o no, son confesionales, entre consejeros áulicos de gobernantes de potencias y de otros países importantes, entre empresarios multimillonarios dueños de estaciones de radio, televisoras y otros medios de influencia y control social, económico y político. Desde Estados Unidos hasta Sudamérica. Demagogia religiosa.