Cuando la Semana Santa se aproxima y las jacarandas pintan la Ciudad de México de color morado, en San Ángel, cada año, cobra vida una práctica tradicional caracterizada por un lenguaje simbólico propio: la colocación de los Altares de Dolores en algunos de los hogares sanangelinos. En lo personal, cada año es inevitable recordar a la señora Carmen Araballo, quien a sus 94 años y con plena lucidez, me hablaba del San Ángel de principios del siglo XX, en el que transcurrió su juventud.

Recuerdo el día que me invitó a su casa. Tras un lento caminar, se sentó en su antiguo sillón y con voz cansada me contó sobre la tradición. Para la ocasión, Carmelita me ofreció una plática ilustrada apoyándose en las antiguas e interesantes imágenes de sus álbumes de fotos en las cuales se le veía a ella y a sus conocidos en épocas pasadas durante las conmemoraciones anuales de la Pasión de Cristo.

Siete días antes del Viernes Santo se colocaban los Altares de Dolores en San Ángel; el templo del Carmen abría sus puertas antes de que el sol saliera para permitir a los fieles montar un altar en conmemoración a la Virgen Dolorosa. En él, colocaban elementos llamativos ya que, desde su imaginario, se creía que la distraían de los tristes episodios que atravesó como madre de Cristo.

Los objetos que se colocaban en el altar consistían en un lenguaje simbólico que los pobladores conocían y les servían para comunicarse con la divinidad sin necesidad de palabras. A primera vista, el montaje parecía un incendio, pues se colocaban un sinnúmero de velas y su luz se reflejaba en las esferas de vidrio azogado que colgaban del techo, junto a los cristales en forma de gotas que representaban las lágrimas de María.

Los Altares despedían un olor a tierra mojada y cítricos, pues sobre un tapete de aserrín y semillas en los cuales se exhibían los elementos de la Pasión de Cristo, se colocaban toronjas, naranjas y germinados. Las frutas representaban la amargura de María, y sobre ellas se clavaban banderitas de papel volador que simbolizaban el triunfo de la resurrección de Cristo sobre la aflicción de la dolorosa.

Los germinados podían ser de chía, trigo y lenteja; algunos crecían sobre borreguitos de barro que se sembraban con antelación para representar la esperanza de la resurrección. Al centro yacía la escultura de bulto de una Virgen con una profunda expresión de dolor, rodeada de una explosión de colores brillantes contenidos en grandes recipientes llamados “ojos de boticario” que almacenaban aguas de colores representativas de las lágrimas de María y de algunos aspectos simbólicos de la Pasión de Cristo: la roja representa a la sangre de cristo; blanca la pureza de María; verde, la resurrección; morada, la penitencia; amarilla, la mañana en la que Cristo resucita; rosa, cuando despunta la aurora y Cristo asciende.

Los fieles preparaban todos los elementos para el altar con algunas semanas de anticipación en sus hogares, por lo tanto, tenía un carácter casero. Una vez que se concluía el montaje en la iglesia, regresaban a su casa y se daban cita ese mismo día a las cuatro de la tarde en el atrio para peregrinar por cada una de las casas en donde previamente se había colocado un altar. Los peregrinos tocaban la puerta y expresaban, “¿Ya lloró la virgen?”, al realizar esta pregunta, el casero los invitaba a pasar para rezar el rosario que duraba una hora, al terminar el anfitrión ofrecía aguas frescas de diferentes sabores.

A las siete de la noche del Viernes Santo, los pobladores de los barrios de San Ángel, Tizapán, Tetelpan, Contreras, San Bartolo, entre otros, se congregaban en el atrio de la iglesia para realizar la procesión del “Silencio” que acompañaría a la Virgen en su pérdida. Tres niñas encabezaban la procesión y representaban a las mujeres que acompañaron a Cristo rumbo al Calvario; una cargaba un carrizo con tres velas atadas con un moño blanco y azares; otra, una tela con el rostro de Cristo; y la última, una jarra con agua perfumada. Después aparecían los frailes vestidos con atuendo Carmelita (hábito café, capa blanca y huaraches), en actitud de recogimiento.

Algunas mujeres acudían con sus rebozos y otras con sus mantillas españolas; como tocado llevaban hermosas peinetas y un velo que les cubría el rostro. En general toda la gente que acompañaba la procesión cargaba luminarias de cristal, incienso y campanillas.  Se dirigían a la plaza del Carmen, después subían por la calle de la Amargura hasta llegar a San Jacinto, en donde previamente se había colocado un púlpito en alguno de los fresnos de la plaza. Al pasar los fieles, un fraile daba el pésame a la Virgen Dolorosa. La peregrinación rodeaba el lugar y retornaban por la calle que ahora lleva el nombre de Dr. Gálvez. Después volvían al templo del Carmen, dejaban en el Altar a la Dolorosa, quien esperaría la resurrección de Cristo para festejar el sábado de gloria y el jueves de amapolas.

Carmelita, solía regresar al pasado por medio de sus narraciones y tuve la oportunidad de revivirlas con ella. Recuerdo cuanto añoraba el San Ángel de principios del siglo XX y deseaba que la tradición del Altar de Dolores continuara hasta nuestros días. Considero mi deber transmitir la historia de esta bella tradición a los estimados lectores para que perdure en la memoria colectiva hasta siempre…