En los viejos libros de geografía se representaba a la República como un cuerno de la abundancia. La portada de aquéllos ofrecía una suerte de paraíso poblado de sonrisas y opulencia. Los frutos de la tierra se alternaban con paisajes apacibles colmados de sol. Por supuesto, era exagerada esa versión idílica de México, que nunca fue el paraíso que quisieron los autores de aquellos textos para solaz de los niños que fuimos. Sin embargo, la estampa del cuerno de la abundancia traducía la visión prevaleciente en muchos medios, pese a problemas severos y frecuentes.
En violento contraste con esa visión optimista, los mapas ideales del presente ofrecen otro paisaje. Cierto que el progreso ha multiplicado los satisfactores que se ofrecen a los mexicanos de estos días, pero el acceso a ellos sigue siendo desigual y han aparecido, para colmo de males, otros problemas que no supusimos (aunque hubo advertencias oportunas) y que ahora colman el mapa ideal de la República, alarmada y asediada. Por eso podríamos poner en el portal de los nuevos libros de geografía otra imagen elocuente: un corredor por el que la muerte circula. Así como expuse con cautela la idea de un cuerno de la abundancia, ahora me refiero, con reservas, a la figura de un corredor de la muerte. Pero vale para la exposición que hago.
Afrontamos males de diversa naturaleza, que agobian a nuestro pueblo. Nos envuelve un clima de incertidumbre y zozobra. Por supuesto, los discursos oficiales —a la cabeza, el más oficial de todos, que se vierte en las matinées cotidianas, donde pululan “otros datos”— sólo dan cuenta de hipotéticos progresos en la solución de todos los problemas. Hay pandemia, pero la enfermedad retrocede a buen paso gracias a las políticas exitosas de las autoridades sanitarias, y en todo caso no crece la ocupación de los hospitales y de los panteones. Hay delincuencia, pero ha sido posible contenerla e incluso reducirla —aunque sea marginalmente, se aclara—, merced al buen desempeño de las corporaciones que la combaten y a la puntual aplicación de las leyes de la materia. Hay problemas económicos, pero hemos recuperado el crecimiento y pronto contaremos con las fuentes de empleo que millones de mexicanos requieren. En suma, persisten algunas áreas negras en la vida de la República, pero van de retirada gracias a las medidas adoptadas por lo que llamamos la Cuarta Transformación de México. Los problemas que restan —todos y cada uno— son herencia del pasado y las cosas ya no son como antes.
¿Por qué hablar, entonces, de un corredor de la muerte? Porque la realidad indómita, que vuelve por sus fueros, tiene otros datos, muy punzantes, dolorosos, que gobiernan la vida de los mexicanos y no se avienen con las cifras alegres. ¡Qué más quisiéramos que contar con una realidad a la medida de los datos que se manejan en las proclamas de gobierno! Veamos al país con ojos escrutadores, que no necesitan miradas muy penetrantes: los hechos están a flor de piel, llaman a nuestra puerta todos los días, cobran víctimas a granel, muestran el imperio de una violencia desenfrenada y arremeten contra la versión optimista de que la República se halla en paz, la tranquilidad prevalece y la gobernabilidad impera en cada palmo de nuestra vasta geografía.
Cuando comenzaron las campañas electorales del 2018, los partidos y las coaliciones contendientes expusieron sus plataformas. En éstas figuraban planes y programas para enfrentar los problemas de la nación con respuestas pertinentes y eficaces. Así se hizo en la plataforma de la fracción política que prevalecería en las urnas. A partir del campanazo victorioso comenzó una febril exposición de medidas para atajar la violencia y restaurar la paz y el orden, sin uso excesivo de la fuerza, como lo hicieron los gobiernos precedentes.
De esos días ilusionados provino un “Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024” (14 de noviembre de 2018), que reconoció la magnitud de la delincuencia y trazó el itinerario al que se atendría el futuro gobierno para enfrentarla. Entonces se dijo que la seguridad de la gente constituye “la razón primordial de la existencia del poder público”. También se hizo notar que el gobierno en ciernes recibiría “una seguridad en ruinas y un país convertido en panteón. Los índices de violencia y las cifras de asesinatos ubican a nuestro país en niveles históricos de criminalidad y entre los países más inseguros del mundo (…) Millones de personas han modificado sus patrones de vida para protegerse y muchos han debido emigrar de sus comunidades para salvaguardar su integridad”. A todo esto —y a más— se enfrentaba el gobierno emergente, comprometido a revertir tan angustiosa realidad y devolver al país —de ahí el nombre mismo del Plan— la paz y la seguridad perdidas.
Pocos días más tarde, la Legislatura laboriosa que inició su faena el 1º de septiembre, lanzó a vuelo las campanas y emprendió reformas constitucionales de gran alcance. El 20 de noviembre de 2018, la fracción mayoritaria derivada de las elecciones de este año, propuso una copiosa reforma constitucional. La iniciativa declaró en voz muy alta que “el incremento de los índices delictivos expone a la población a la zozobra, destruye el tejido social, se cobra decenas de miles de vidas al año y causa graves afectaciones patrimoniales”.
Para salir al paso de estos horrores, el Poder Legislativo vinculado al nuevo gobierno anunció medidas de fondo. Tras arduas deliberaciones en ambas Cámaras del Congreso, se adoptó una reforma que reorientaba el papel de las Fuerzas Armadas hacia la seguridad pública, creaba un cuerpo milagroso llamado Guardia Nacional y soslayaba el papel que las autoridades locales tienen en este ámbito, minimizando a las policías locales y suprimiendo, prácticamente, a la policía federal. De todo esto me he ocupado con detalle en un libro publicado en 2019 bajo el título de Seguridad y justicia penal. Plan Nacional y reforma constitucional. El difícil itinerario hacia un nuevo orden (Porrúa/Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM).
Veamos las cosas a tres años de distancia, meses más, meses menos. En efecto, ha sido muy difícil —peor: dificilísimo— el itinerario cubierto por el gobierno federal hacia ese nuevo orden que debía relevar al viejo orden tan fallido y aborrecido. ¿Cuál es el estado que guarda la seguridad pública a tres años del diagnóstico de una situación catastrófica y la promesa de corregirla, para cumplir el pacto entre gobierno y ciudadanos? ¿Se han resuelto los problemas denunciados o, al menos, se han reducido en forma considerable y perceptible, que promueva cierta esperanza y un discreto optimismo?
Entendemos que no es posible resolver en poco tiempo problemas con raíces tan profundas y características tan complejas como las que tiene la pavorosa inseguridad pública. Pero era de esperarse que al cabo de tres años de gobierno, con importantes reformas constitucionales a la mano, fuerte autoridad bien establecida y recursos humanos y materiales cuantiosos, estaríamos mirando una luz, así fuera leve, incipiente, en el fondo del túnel. ¿Es así? ¿Podemos entender que todo lo que se ha hecho lleva buen camino y promete buen destino?
En estos días, por no hablar de los días transcurridos en toda la mitad del periodo de gobierno, los signos que observamos no son alentadores. Hemos sabido del avance de la delincuencia organizada (que no apareció en el presente, es verdad, pero se debe enfrentar y contener ahora mismo, mirando hacia el futuro, no hacia el pasado, como ya es costumbre), una criminalidad que va en ascenso y que despliega una crueldad que sólo vimos en horas de guerra civil muy distantes de nuestro tiempo.
El crimen organizado usurpa poderes y facultades que corresponden al Estado: tiene control territorial, se presenta armado y combativo, cobra tributos, interviene en decisiones políticas (como han sostenido los partidos contendientes en los comicios del 2021, pese a la afirmación presidencial de que los delincuentes organizados se “portaron bien” en las últimas elecciones), mantiene el terror en numerosas poblaciones y tiene a raya a la fuerza pública. Se han multiplicado los hechos de sangre, espectaculares, insoportables: en Zacatecas, en Michoacán, en Tamaulipas, sólo por ejemplo. Los habitantes de algunas regiones, alarmados e iracundos, desafían a las autoridades federales y locales. Muchos compatriotas, intimidados, huyen de los pueblos en que habitaron y trabajaron, e incluso migran o lo pretenden al país del norte, solicitando asilo para sustraerse de las insoportables condiciones de vida que padecen.
¿Acaso ha cesado el paisaje desolador que denunciaron las proclamas del gobierno, en sus primeros diagnósticos y sus promesas iniciales? No paso revista a todos éstos; sólo invoco los que he citado en los primeros párrafos de esta nota. ¿Se ha reparado la seguridad, que estaba en ruinas? ¿Se ha revertido la realidad abrumadora descrita como “un país convertido en panteón”? Los millones de mexicanos que modificaron sus patrones de vida para sustraerse al crimen, ¿han vuelto a vivir en condiciones normales? ¿Ya no tenemos a la vista el doloroso espectáculo de los compatriotas que “han debido emigrar de sus comunidades para salvaguardar su integridad”? ¿Han disminuido radicalmente los índices delictivos? ¿Cesaron la zozobra de la población, la destrucción del tejido social, la eliminación de miles de vidas al año, las graves afectaciones patrimoniales?. ¿Ya no tenemos uno de los países más inseguros del mundo? ¿Las medidas adoptadas nos han devuelto la paz y la tranquilidad anheladas por millones de mexicanos y ofrecidas por quienes concibieron el ambicioso Plan de Paz y Seguridad que pronto cumplirá tres largos años de vigencia?
El panorama que tenemos a la vista (la situación de la que nos dolemos, pese a la convicción de que la primera obligación de un gobierno es proveer de seguridad a los ciudadanos) se aparta absolutamente de la visión idílica del cuerno de la abundancia. En cambio, nos abruma con datos —estos sí fidedignos, puntuales, cotidianos-— que permiten trazar de nuevo, con angustia, el mapa de la República y proponerlo como “corredor de la muerte”. ¿Acaso no es ésta la que prolifera en muchas poblaciones —incluso ciudades de notable desarrollo— y en amplios sectores rurales? ¿Dónde está y cuándo llegará el paraíso prometido?