La invitación de López Obrador a Quirino Ordaz y a Antonio Echevarría para que formen parte de su gobierno es una táctica para reventar, desde adentro, la alianza Va Por México.

El presidente es fiel a su naturaleza marrullera. Simula reconocer las cualidades en dos ex gobernadores de partidos opositores cuando lo que busca, en realidad, es sembrar discordia en la coalición y crear confusión en el electorado.

Entregar la embajada de España al ex gobernador priísta de Sinaloa, Quirino Ordaz Coppel, es uno de los movimientos más audaces del régimen en contra de la oposición. Pone al desnudo los resortes del tirano: soltar la víbora de la división.

Pero, en ambas invitaciones, también hay un pago. Se trata de agradecer a ambos ex mandatarios que hayan dejado operar al crimen organizado con toda libertad a favor de los candidatos de Morena. 

Cuesta trabajo entender que Quirino Ordaz —un gobernador bien calificado— haya aceptado ser representante diplomático de un régimen que permitió a los cárteles secuestrar y asesinar a los candidatos de su partido —el PRI— para imponer como gobernador de Sinaloa a un morenista.

Tal parece que la denuncia presentada por el PAN-PRI-PRD ante la OEA para evidenciar que los sicarios traían la orden de matar y llenar las urnas con boletas a favor de un “gobernador moreno” no les significó nada a los gobernadores que acaban de dejar sus cargos.

Antonio Echavarría dice que “no le debe nada al PAN” y que aceptará la invitación del presidente Andrés Manuel López Obrador a formar parte de su gobierno. El ex gobernador de Nayarit tiene la visión muy corta y la ambición muy larga. Aquí no se trata de ser leal o no a un partido. El problema de fondo es si alguno de los mandatarios salientes están dispuestos a ser leales a México.

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Trabajar para la llamada Cuarta Transformación representa aceptar formar parte de una dictadura en ciernes. La pregunta que tienen que hacerse Quirino Ordaz, Antonio Echavarría y otros ex gobernadores como Claudia Pavlovich de Sonora, Ignacio Peralta de Colima, Juan Carreras de San Luis Potosí, o Héctor Astudillo de Guerrero es si están dispuestos a convertirse —a cambio de una chamba— en colaboracionistas de un dictador y en verdugos de la democracia mexicana.

El presidente está dispuesto a todo con tal de desfondar a la oposición. Ahora abre las puertas del gobierno a sus enemigos políticos, a los que siempre ha calificado de “corruptos neoliberales” para mostrarles el camino al Paraíso.  Es tanto como decirles: “Si ustedes aceptan formar parte de mi gobierno les perdono todas las tranzas que hayan hecho.”

Pero, la política de “brazos abiertos” tiene también otro trasfondo. El presidente está harto de su gabinete. Ya se dio cuenta que tener funcionarios con 90 por ciento de lealtad y sólo 10 por ciento de eficiencia tiene sumido a su gobierno en el fracaso. Sabe que la administración —como está hoy integrada— no sirve, que sólo cuenta con un 30% de aprobación y que esto representa un serio riesgo para retener la presidencia en el 24.

López anda a la “pesca” para ver quién puede ser un verdadero secretario de Salud o de Seguridad. A estas alturas ya no importa si es un conservador o un salinista de hueso colorado. La emergencia es la emergencia y tal vez ha llegado la hora de dejar las minucias ideológicas para mejor momento.

De cualquier forma, ahí está la maniobra inicial: convertir a exgobernadores adversarios en súbditos de un proyecto totalitario para burlarse y humillar a la oposición. Se trata de mostrar, una vez más, que su popularidad y despotismo se debe a la pequeñez política y moral de sus contrarios. Dispuestos siempre a rendir el país, a cambio de un cargo.

@PagesBeatriz