En estos días he participado en algunos encuentros que tuvieron a la vista  –con inquietante mirada, que llega a ser angustiosa– algunos problemas sobresalientes de lo que llamamos Estado de Derecho y administración de justicia. Dos conceptos que debieran ser abrigadores, fuente de serenidad y certeza, porque se trata de garantías de nuestros derechos y libertades. Sin embargo, a menudo se pretende que militen  contra aquéllos y alteren la buena marcha de la sociedad y de los ciudadanos.

No se trata de inquietudes académicas, sino de temas que hacen luz o arrojan sombras sobre la vida de una sociedad y de sus integrantes. Es el caso de México y de sus millones de sufridos habitantes que hacemos aquí la travesía de nuestra existencia. Por lo tanto, hay que poner atención en los quehaceres del Estado y de quienes tienen a su cargo funciones públicas de las que pueden depender el rumbo que tome y el destino al que se dirija nuestra vida.

En un coloquio organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y la Fundación alemana Konrad Adenauer volvimos a ocuparnos, con amplia participación de ponentes nacionales y extranjeros (pero en esta “aldea global” ya no hay, propiamente, extranjeros) del Estado de Derecho, sus manifestaciones, avatares, tropiezos y expectativas.

Estado de Derecho no es apenas paz y seguridad para todos  (que ciertamente necesitamos y hemos perdido, pese a los discursos que afirman otra cosa), sino un estado de cosas que asegura a los ciudadanos la efectiva vigencia de sus derechos y libertades; en otros términos, un “estado de derechos” para todos. Si no es así, el famoso Estado de Derecho no pasa de ser una ilusión irrelevante o, peor aún, ominosa.

Y en el Estado de Derecho entran en juego, montados en el escenario inagotable de la relación entre gobernantes y gobernados, ciertos personajes de cuyo desempeño depende nuestra suerte. Uno de ellos, hoy día el más importante, significativo y vigoroso (acostumbramos decir “robusto”), es el Poder Ejecutivo. En términos llanos, hablar de éste es aludir al presidente de una República, o bien, a los presidentes de las repúblicas, cada una con su propia historia y sus bienes y males característicos. En México, la presidencia de la República ha adquirido un nuevo vuelo  –siempre  tuvo alguno, pero el de hoy posee rasgos peculiares– que obliga a emprender un análisis más previsor y penetrante.

Nuestro actual Ejecutivo es el sucesor de otros titulares que ejercieron el poder conforme a su tiempo y circunstancia, favoreciendo u obstruyendo las libertades civiles y políticas. El Ejecutivo de estos días tiene “estilo personal” y pretensiones propias que lo distinguen de sus antecesores. Esas pretensiones se reúnen en una sola, enorme y desenfrenada: la máxima acumulación del poder público, sin medida ni frontera, remontando fronteras legales y aprovechando contingencias políticas. Esa acumulación, llevada al extremo, traería consigo la conversión de la inmadura democracia que tenemos en un régimen autoritario con rasgos muy oscuros.

En el foro que puso la mirada sobre las andanzas del Poder Ejecutivo  –en diversos escenarios y con varios horizontes, no sólo los nuestros–  se trajo a cuentas, como era necesario, la dotrina y la práctica histórica del control del poder público, que evita la pérdida o el menoscabo de las libertades a manos de un órgano del Estado. Esa doctrina y esa práctica se identifican con el sistema de “frenos y contrapesos”, una suerte de murallas que moderan y detienen el desbordamiento de un órgano del Estado (regularmente, aunque no exclusivamente, el Poder Ejecutivo). Por lo tanto, es preciso analizar la situación que guardan los frenos y contrapesos que existen en el marco del Estado democrático, mirando más allá de las leyes que regulan el juego de los contrapesos, es decir, observando el papel efectivo de éstos en el seno de un Estado específico. Digamos, México.

El análisis de este asunto llevaría mucho tiempo y espacio, pero en todo caso podemos mirar en términos generales cuáles son y cómo funcionan en nuestro medio los frenos y contrapesos al Poder Ejecutivo. Uno de éstos, el más evidente, es el Poder Legislativo, en la medida en que efectivamente represente la pluralidad de nuestra sociedad y ejerza, con tal representación, su tarea como moderador de las pretensiones del Ejecutivo. Si esto ocurre, el Parlamento estará cumpliendo la misión para la que fue concebido y construido. De lo contrario, se convertiría en una rama, un amanuense, un instrumento del “poder poderoso”: ni freno ni contrapeso, sino dócil agente del Ejecutivo. Ha existido y persiste ese riesgo, que implica una “tiranía de la mayoría”, con menoscabo de los derechos e intereses legítimos de otros sectores de la sociedad  –civil y política–  que confían en el juego democrático de los frenos y contrapesos.

Otro muro que protege a la sociedad de los excesos del gobernante en turno  –el “príncipe”, que diría Maquiavelo–  es el Poder Judicial. En otro tiempo, antes del advenimiento de la nueva era en el desarrollo del Estado y la democracia, los jueces fueron agentes del soberano unipersonal: leales servidores del monarca que en ellos delegaba “su” justicia. La nueva era trajo consigo otro papel para la magistratura, liberada de las cadenas que le impuso el gobernante absoluto. Los juzgadores pudieron convertirse en súbditos de la ley, ya no del poderoso, y aplicar aquélla con probidad e independencia. Estos son los rasgos distintivos del juez de nuestro tiempo, o éstos debieran ser en la medida en que este personaje cumpla de veras el papel que hoy le asigna la historia y reclama el pueblo.

En las primeras líneas de esta nota me referí a varios encuentros que favorecieron la reflexión sobre el Estado, la democracia y las libertades de los ciudadanos. El segundo de esos encuentros, que acaba de concluir en la Universidad Complutense de Madrid  –con presencia de la Facultad de Derecho de nuestra Universidad Nacional Autónoma de México– se ocupó precisamente del papel de los juzgadores en la sociedad moderna, a la luz de las cambiantes y complejas circunstancias que esta “modernidad” entraña”.

Se han multiplicado las especialidades judiciales y han surgido nuevos tribunales de diverso rango que custodian la vigencia de las Constituciones y de los tratados internacionales. Aquéllas y éstos integran la doble fuente de los derechos y las libertades de los seres humanos: imperio de la constitucionalidad y de la convencionalidad, baluartes del Estado de Derecho (nacional y universal) y amparo de los ciudadanos. Ahora bien, las novedades traídas por nuestro tiempo al ámbito de la justicia no implican, en  modo alguno, alteración  de las virtudes históricas de los jugadores: a la cabeza de ellas, independencia judicial, regla de oro para la impartición de justicia en la sociedad democrática.

El buen juez, personaje al que calificamos como ”juez natural” en el que confía la sociedad y que permite el curso de nuestra vida  –de la sociedad en su conjunto y de cada uno de sus integrantes–  está dotado de ciertas garantías que le permiten brindar verdadero amparo a nuestras garantías personales: independencia, imparcialidad y competencia. A éstas se refieren, no como promesas, sino como preceptos, las Constituciones y los tratados internacionales.

En el foro de la Universidad Complutense, con participación de integrantes de diversos tribunales nacionales e internacionales y de varias Universidades de ambos lados del Atlántico, se discurrió una vez más sobre la indispensable independencia de los juzgadores, característica de una verdadera democracia. Analizamos nuevamente las presiones y los obstáculos que se oponen a esa independencia, las pretensiones autoritarias de antiguas y nuevas dictaduras, los amagos constantes desde diversas tribunas del poder público, las exigencias ominosas de los populismos que adquirieron el poder por la vía democrática a reserva de extraviarlo luego por la vía autoritaria.

Es necesario llevar adelante este género de reflexiones que permiten mantener con firmeza el rumbo y el destino de la democracia y el Estado de Derecho. Hay que hacerlo en medio de las nubes cargadas de tormenta que pueden anunciar la pérdida de libertades y derechos. Es preciso identificar y consolidar los datos esenciales de esa democracia y de ese Estado de Derecho cuando se oyen voces  –que resuenan con énfasis–  que pretenden atar la autonomía del Poder Legislativo, mermando su representatividad plural y democrática, y que reclaman subordinación de la magistratura a políticas y pretensiones que se apartan del orden jurídico e incitan a desdeñar la ley cuando ésta no se subordina a la voluntad de un caudillo.