Adolfo Christlieb Ibarrola, presidente nacional del PAN a fines de la década de los años 60 del siglo pasado, sabía que era espiado por el gobierno. En varias ocasiones –según relató a quien esto escribe uno de sus hijos–, escuchaba tras terminar una conversación telefónica con algún amigo, compañero de partido o alguna otra persona un clic luego de que su interlocutor colgara, algo que al principio le pareció extraño, pero que a fuerza de oírlo constantemente asumió como parte de las escuchas encubiertas. Por eso, alguna vez, al salir de casa les pidió a los agentes que lo vigilaban afuera en un auto que esperaba una llamada importante y que, por favor, tomaran el recado.
Eran tiempos en los que el espionaje era parte de la vida política del país, como se descubriría al momento en que los archivos secretos del gobierno se abrieron al público. También, se conocería que tuvimos presidentes de la república que también actuaban como agentes de la CIA. Algo que por cierto no ha cambiado.
El espionaje en México no ha parado con la transición o el arribo de partidos distintos al PRI al poder, pero si se ha sofisticado para estar a la par de los tiempos, como lo demuestra el uso del software Pegasus que se ha utilizado en los sexenios de Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador para espiar a periodistas, activistas de derechos humanos, miembros del propio gobierno y hasta empresarios.
En redes sociales y medios hemos escuchado conversaciones privadas telefónicas que no pueden venir más que de espionaje, ya sea con sofisticados programas que toman control de los celulares o teléfonos fijos y graban llamadas o mensajes, o mediante personas que graban directamente en las centrales de las empresas de telecomunicaciones, sea clandestinamente o con la propia cooperación de dichas compañías.
Es algo que se ha negado, comprensiblemente porque ningún gobierno va a reconocer que espía a sus ciudadanos, a pesar de que la justificación para la compra de programas como Pegasus es que es utilizado para interceptar comunicaciones de integrantes del crimen organizado y que con esto pueden ubicarlos, tener pruebas de sus crímenes o anticiparse a alguna de sus acciones.
Pero el problema es que este espionaje también se hace a periodistas o defensores de derechos humanos, algo que el sexenio pasado –como en otros temas– se negó tajantemente.
En octubre de 2022, un informe conjunto de Citizen Lab, Article 19 y la Red en Defensa de los Derechos Digitales (R3D) confirmó que entre 2019 y 2021, al menos tres personas –dos periodistas y un defensor de derechos humanos– fueron infectadas con Pegasus. Los casos incluyeron a Raymundo Ramos, quien documentaba abusos militares en Nuevo Laredo, y a Ricardo Raphael, periodista conocido por sus investigaciones sobre corrupción. Un tercer caso involucró a un reportero de Animal Político, cuya identidad se mantuvo anónima. Estas infecciones ocurrieron mediante ataques “cero clics”, que no requieren interacción del usuario, lo que demuestra la sofisticación del espionaje.
En abril de 2023, The New York Times y Aristegui Noticias reportaron que el uso de Pegasus se extendió hasta finales de 2022, afectando a activistas como Santiago Aguirre y María Luisa Aguilar, del Centro Prodh, una organización que ha investigado abusos del ejército mexicano. Más alarmante aún, se descubrió que Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos y aliado cercano de López Obrador, fue espiado mientras investigaba casos sensibles como la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Este caso, confirmado por Citizen Lab, marcó un punto de inflexión, al revelar que ni siquiera figuras clave del propio gobierno estaban a salvo de la vigilancia.
Los indicios apuntan al ejército mexicano como el principal operador de Pegasus durante este periodo. Documentos filtrados por el grupo de hackers Guacamaya en 2022 mostraron que la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) solicitó cotizaciones para programas de vigilancia en 2020, 2021 y 2022, incluyendo servicios vinculados a Pegasus. Además, reportes de prensa han señalado que el ejército es el único cliente de NSO Group en México con acceso activo al software, a diferencia de la Fiscalía General o el Cisen y su sucesor el Centro Nacional de Inteligencia, que habrían dejado de usarlo. La Sedena, sin embargo, no ha respondido a estas acusaciones, y el gobierno de López Obrador mantuvo un discurso ambiguo, negando el espionaje, pero sin esclarecer hallazgos periodísticos.
La magnitud del problema se intensificó con revelaciones recientes. El 14 de abril pasado, publicaciones en redes sociales y medios como Pájaro Político citaron documentos judiciales que indican que entre abril y mayo de 2019, al menos 456 personas fueron blanco de Pegasus, incluyendo periodistas, activistas y funcionarios. Aunque estas cifras no han sido verificadas de manera independiente, reflejan una vigilancia más amplia de lo que se había documentado previamente. Este dato contrasta con las declaraciones del expresidente, quien, en mayo de 2023, tras el caso Encinas, insistió: “No hay intención de espiar a nadie”, minimizando los reportes y descartando investigaciones al respecto.
Todo esto muestra que el espionaje en México, en especial en el ámbito político, se ha mantenido a pesar de los partidos que nos gobiernen, y por lo visto conocer a plenitud los datos de por qué se espió, a quienes y la información obtenida será una tarea titánica que muy posiblemente no se conozca nunca.
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