Juan Antonio Rosado

Consustancial al género humano, el afán de dominio siempre ha implicado violencia en distintos grados. Sin ella, el poder no podría conservarse; por eso las leyes penales no han solido aplicarse para defender a la sociedad en su conjunto, sino más bien para velar por los intereses de los grupos dominantes. La violencia es entonces justificada por la legalidad y, en este sentido, la figura del ejecutor, del verdugo, se ubica más allá de toda geografía: es universal y atemporal. La dramaturga Bea Cármina —autora de más de treinta obras de teatro— se interesó por las manos del verdugo, por la muerte violenta que éstas producen; percibió en su más reciente obra, El ejecutor, la universalidad del tema y lo captó en seis concisas escenas, cada una desde un ángulo, un tiempo y un espacio distintos. Mientras yo disfrutaba de la lectura, me acordé del clásico cuento de Alejo Carpentier, “Semejante a la noche”, precisamente por la maestría de la autora en el manejo del tiempo.

El relato de Carpentier nos presenta una situación muy parecida en distintos contextos, en diferentes épocas. La estructura de los personajes es prácticamente la misma; cambia lo que los rodea: atmósfera, tiempo, escenario. Muy semejante a este relato —aunque con otro tema—, en El ejecutor el personaje es el mismo; los contextos en que se nos presenta son, sin embargo, muy distintos: Bea Cármina nos introduce en la antigua China (primera escena) y de allí nos lleva a la Roma imperial (segunda escena); posteriormente, a los tiempos de la inquisición (tercera); a la época isabelina (cuarta) y a la Francia de 1793 (quinta), para finalizar con una especie de pantomima (sexta). El ejecutor siempre es el mismo, con su siniestra máscara de piel. Y así como el mencionado cuento de Carpentier está hecho de varios cuentos, la obra de Bea está tejida de seis micropiezas.

La originalidad de El ejecutor radica también en el variado manejo de los registros lingüísticos, tonos, vestuarios, escenografías y, por supuesto, discursos. Mientras en la escena dedicada a la inquisición se despliega una serie de argumentos y contraargumentos de orden filosófico y teológico —antifonía que se resuelve en pro del oscurantismo—, la parte que se desarrolla durante la época isabelina en Inglaterra es sumamente humorística: una carnavalesca farsa sexual, con personajes como Fuck, You Hole y Anus. Cabe resaltar que el discurso, las palabras —más que las acciones en sí— suelen detonar la violencia del ejecutor. Sólo la última escena del drama transcurre casi sin palabras: son sólo movimientos, una sugerente pantomima que, entre otras imágenes, explora la del hombre mecanizado por el ciclo de la violencia.

El mensaje de la obra es contundente: el ser humano se halla preso en el círculo del poder; a veces se le presenta el dilema entre someterse o rebelarse, pero el círculo es irrompible. Toda norma implica la posibilidad de ser violada o acatada. El humano, ese animal capaz de razonamiento, no puede escapar de su afán de dominio y, para conservar el poder, no reprime sus instintos violentos