Vicente Francisco Torres

(Primera de tres partes)

Hace casi tres lustros, gracias al trabajo periodístico, advertí que, en América Latina, se estaba produciendo una novelística con elementos comunes: sus personajes eran cantantes populares que, habiendo alcanzado el éxito y la fortuna, concluían sus días en la miseria o en la tragedia. Parecía que el dinero les quemaba las manos y procuraban tirarlo a manos llenas. Al margen de sus temas, eran libros sumamente gozosos o, al menos, muy disfrutables; combinaban la historia, el ensayo y la biografía.
El tema parece no agotarse pues, en una tienda de discos del viejo centro de nuestra ciudad, encontré Cada cabeza es un mundo. La historia de Héctor Lavoe, del periodista boricua Jorge Torres Torres, impreso en Colombia por Mariana Editores desde 2003 y que, a la fecha, ha conseguido ya dos nuevas ediciones.
Si la novelística arriba referida trazaba un arco en donde veíamos el surgimiento, el cenit y la caída de los ídolos populares, en el libro de Torres, cargado hacia la biografía, el acento está puesto más en el drama vital del Cantante de los Cantantes. Es una vida novelesca. El proyecto surgió el domingo 26 de junio de 1988, cuando se supo que Lavoe se debatía entre la vida y la muerte tras lanzarse desde el noveno piso del Hotel Regency, en el Viejo San Juan. Entonces, con el material de varias crónicas y algunas entrevistas con el cantante, Jaime Torres se aventuró a escribir el libro que concluyó cuatro años más tarde.
Héctor Juan Pérez (1946-1993), oriundo del barrio de Machuelito, en Ponce, Puerto Rico, emigró a Nueva York a los 17 años, cuando era tan flaco que su sobrenombre era Pajita. Si en su infancia trabajaba buscando comida para los cerdos, en la Babel de Hierro fue obrero, maletero, dependiente, pintor de brocha gorda y… cantante. El hombre que en los buenos tiempos andaba cubierto de joyas en modelos Cadillac, bmw, Camaro y Mercedes, estuvo en el cementerio diez años sin lápida, mientras su esposa trabajaba en una base de taxis.
Héctor Lavoe creció, musicalmente hablando, asociado a la figura de Willie Colón, su futuro compadre, que lo definiría como maleante honorario graduado en la universidad del refraneo, dada la cantidad de dichos que intercalaba no sólo cuando cantaba, sino en su vida diaria. Desde la portada de su disco El malo (1966) crearon fama de malotes y a ella hicieron honor protagonizando múltiples pleitos de donde salieron con la quijada fracturada. Pero aquí también comenzó el tobogán de la mariguana, la heroína y la cocaína, culpables de los retardos y faltas de Héctor a sus presentaciones.
Héctor tuvo dos muertes y dos entierros: murió como artista y como hombre, y fue enterrado, primero, en Estados Unidos, en el cementerio de Saint Raymond, en el Bronx, y después en el Cementerio Municipal de Ponce, en su tierra natal.