José Alfonso Suárez del Real y Aguilera


Bienaventurados los artífices de la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Mateo 5.8

Ante un selecto grupo de personalidades invitadas por Banamex el pasado 11 de marzo, Felipe Calderón afirmó que “el país convive en paz”, rechazó categórico que México sea un Estado fallido y resaltó la estabilidad de su gobierno al mencionar “las revueltas, asonadas y golpes en otras regiones”, aludiendo con ello a la inestabilidad de los países árabes de la cuenca del Mediterráneo.
Lo expresado por el mandatario obliga a una profunda reflexión en torno a las razones que le llevan a sostener públicamente una visión tan antagónica a la que la mayoría de los mexicanos tenemos del país.
Pudiese resultar comprensible, pero no justificable, que Calderón aproveche cualquier espacio para fustigar al embajador de los Estados Unidos, que de amigo pasó a engrosar la fila de peligros para México a partir de las revelaciones de los cables diplomáticos por WikiLeaks.
Si ese fuese el caso, resulta indigno que un jefe de Estado hostigue a un representante extranjero, faltándole el respeto a sus gobernados y a la memoria de quienes han sido víctimas inocentes de la violencia, y a la de aquellos que han entregado su vida en cumplimiento a la orden que, como comandante supremo de las Fuerzas Armadas,  giró el 6 de diciembre de 2006 en Michoacán.
La aseveración presidencial de concordia social, debe haber resultado incomprensible a las miles de familias que desde hace cuatro años viven en total zozobra los atardeceres y los anocheceres ante la amenaza del crimen.
Tan sólo el día anterior, 10 de marzo, en diversas comunidades del país, 32 familias se vieron enlutadas ante igual número de “ejecutados”. Solamente en Tamaulipas en esa jornada se registraron 11 asesinatos a sangre fría, algunos de ellos presenciados por seres a quienes ya no les queda otra que enmudecer ante las armas.
¿Habrá cruzado por la mente de Calderón la angustia de los familiares de los cientos de “levantados”? ¿Recordó acaso que el día anterior en Monterrey “la segunda ciudad en importancia del país” se registraron dos narco-bloqueos con el pánico colectivo apoderándose de los miles de automovilistas, pasajeros, comerciantes, oficinistas y transeúntes que no saben en qué momento y de dónde  saldrán las armas y las balas de las que hay que refugiarse?
Cuando su enjundia discursiva destacaba la calidad de convivencia entre mexicanos, evadió de sus recuerdos su difícil encuentro con los deudos de los jóvenes de Salvárcar; el rostro surcado por la desolación y la amargura de aquella juarense que en poco más de un año ha cavado cinco tumbas para sus hijos, de esa matriarca, Doña Sara Salazar,  que espera escondida la oportunidad de salvar a su familia huyendo de su país, su México que la expulsó por su violencia y su olor a muerte.
¿Habrá acudido a la memoria presidencial la dramática experiencia vivida por sus familiares en una Morelia bloqueada por los narcos  y en un Apatzingán atacado sin piedad?, ¿y qué decir del pánico colectivo que generan entre sus paisanos las mantas, los muertos, los descuartizados y esa cauda macabra de violencia que se adueña de las otrora ciudades de conventual tranquilidad?
Evidentemente la amnesia permitió a Calderón recalcar con su aserto su convicción de que los “daños colaterales” son cifras sin importancia y que las acciones que instruye son materia de seguridad pública, a pesar de que en la vida cotidiana más de tres cuartas partes del territorio nacional estén sujetas a un estado de excepción fáctico “que contradice su afirmación pacifista”, y que así se percibe  ante la presencia del Ejército y de la Marina en las calles y no en sus cuarteles, como lo señala el artículo 129 constitucional para los tiempos de paz.
Nos queda claro que los motivos de Calderón son producto de su frágil memoria, la cual seguramente escuchó en infinidad de ocasiones, en el seno familiar, en la escuela confesional, en su partido, ese paradigma de ética que es el Sermón de la Montaña  y del cual ha olvidado que el más alto honor deparado a un cristiano es ser llamado hijo de Dios, y esa calidad solo la obtienen los artífices de la paz.