La soberanía en los tiempos de confusión

José Elías Romero Apis

Los tiempos actuales son poco favorecedores para el entendimiento de conceptos políticos que, de suyo, son complicados. Aún en la mera teoría del aula y del libro no siempre resulta sencilla la comprensión de las características indispensables del Estado soberano: supremacía e independencia. Más aún, cuando lo sacamos al discurso político del diario o cuando lo utilizamos para justificar lo que no encuentra fácil justificación.
La sociología, el derecho y la propia política, entre otras muchas ciencias, han acercado algunos referentes básicos del poder. De entre ellos, cuatro son ineludibles.
Soberanía, democracia, libertad y justicia. Ellas son las consecuencias fundamentales de la igualdad. La soberanía, que es su consecuencia cratológica. La democracia, que es su consecuencia política. La libertad, que es su consecuencia ética. Y la justicia, que es su consecuencia jurídica. La una sin las otras siempre es ilusoria y siempre tiende a ser  perentoria.
Es en la igualdad donde se finca la organización que garantiza la soberanía, la democracia, la libertad y la justicia. No a la inversa. Donde hay igualdad cabe la posibilidad, aunque no absoluta, de que se den la soberanía, la democracia, la libertad y la justicia. Pero la existencia de aquella debe ser previa a la existencia de estas.
Es la igualdad y ninguna otra oferta la que nos lleva a la instalación de la soberanía, al ejercicio de la democracia, al logro de la justicia y a la victoria de la libertad.
La consecuencia cratológica de la igualdad es la soberanía. Cuando las naciones se consideran iguales entre sí, organizan sus sistemas de poder con independencia de los otros y con supremacía interna. La consecuencia política de la igualdad es la democracia.  Cuando un pueblo cree que todos los individuos son iguales sólo puede gobernarse democráticamente.  La consecuencia jurídica de la igualdad es la justicia. Cuando se cree, verdaderamente, que el derecho propio es igual que el ajeno, no cabe proponerse ni la lesión de éste ni permitir el atropello de aquél. La consecuencia ética de la igualdad es la libertad. La existencia de opresores y de oprimidos es la entronización de la desigualdad y la negación de la igualdad.
La conjunción de esas cuatro consecuencias de la igualdad representa un reto de grandes proporciones para las sociedades y, muy particularmente, para aquellas que se encuentran en proceso de transformación, como la nuestra. Desde luego que no se excluyen, pero es necesario reconocer que el advenimiento de la soberanía, el de la democracia, el de la libertad o el de la justicia no implica, necesariamente, el de las otras.
La soberanía es una fórmula del depósito originario del poder. En la corona, si se trata de una monarquía y en el pueblo, si se trata de una república. Es el formato dispuesto, en el caso de México, en el artículo 39 constitucional cuando señala que “la soberanía reside originaria y esencialmente en el pueblo”. Que todo poder público dimana de él y que “tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
Pero la soberanía no reside en el Estado. Este es tan solo el fenómeno de organización jurídica y política de una sociedad. Mucho menos reside en el gobierno. Esa es la expresión de una oligarquía política. Ya no se diga el disparate de que reside en el presidente. Eso es un dislate que desbarranca en un concepto tiránico que, cuando ni siquiera a tiranía llega, puede parecer una parodia de comediantes.

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