¡Oh filosofía, guía de la vida!

¿Qué habría sido de mí y de la humanidad entera sin ti?

Cicerón

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera

El compromiso público que hace un par de años asumió Alonso Lujambio, secretario de Educación Pública, ante los integrantes del Observatorio Mexicano de Filosofía para reintegrar a la currícula educativa las asignaturas de lógica, ética, estética e introducción a la historia de la filosofía a nivel medio superior, canceladas por el gobierno federal, fue una argucia del funcionario.

Solivianta que el responsable de la política educativa del país, que se jacta de sus orígenes intelectuales, y que exhibe —como parte de su estrategia de posicionamiento electoral—, sus ilustrados blasones en su libro Retratos de familia, no fuese capaz de defender ante Calderón la importancia vital de las disciplinas filosóficas en la formación integral de nuestros jóvenes.

En el libreto de parodia educativa que asumió la derecha desde el 2000, a Lujambio le ha correspondido el triste papel de ser el sepulturero de un plan educativo fraguado por las mentes más brillantes de la historia pedagógica nacional, cuyas aportaciones consolidaron un equilibrado esquema pedagógico entre las ciencias y las humanidades.

Ese legado que se remonta a Gabino Barreda, creador de la Escuela Nacional Preparatoria, no sólo trascendió al porfiriato a través de Justo Sierra, sino que sustentó el sistema educativo de la Revolución, cuya culminación fue, sin duda alguna, la educación socialista impulsada por el cardenismo. La gran reforma educativa de 1960 resaltó el valor del equilibrio entre las humanidades y las técnicas; entre el pensamiento y la acción; entre el fervor de la libertad y el respeto de las responsabilidades individuales, sociales, nacionales e internacionales que implica una convivencia libre, justa y equitativa, contrapesos a los que consideró factores de progreso de nuestra civilización.

Esa premisa pedagógica se enriqueció con el pensamiento filosófico que calificó a la Revolución Mexicana como la gran gesta humanista, cuya meta educativa era la creación de hombres y mujeres preparados para insertarse en procesos universales que justificaran nuestro anhelo de universalidad y de comprensión de la otredad, como fundamentos del estado de justicia social de la nación mexicana.

Pasamos —como reflexionó Octavio Paz— de nuestro laberinto de la soledad al laberinto de la comunidad, y en ese tránsito la obligación del Estado estribó en consolidar entre nuestros jóvenes las disciplinas académicas que fortalecieran sus reflexiones sobre la esencia del ser humano, al tiempo de propiciar la adopción de paradigmas colectivos, vinculados a los valores éticos, estéticos y morales que la sociedad mexicana fuese conformando.

Lamentablemente, la derecha nunca compartió esos principios y, una vez en el poder, generó las condiciones para sepultar la educación de la Revolución e imponer un esquema de mera instrucción enfocada a proveer mano de obra calificada por sobre mentes pensantes. La decisión del gobierno de Felipe Calderón, ejecutada sin chistar por Alonso Lujambio, resulta criminal ante la urgencia de valores filosóficos que auxilien a la recuperación del tejido social destrozado por la violencia criminal que se vive en la mayor parte del país.

La mezquindad gubernamental de coartar la impartición de disciplinas filosóficas resulta indignante y lamentable; pues ello acendrará nuestra descomposición social como resultado de las generaciones ayunas por decisión oficial, de una educación filosófica a la que, desde el tiempo de Cicerón, la humanidad reconoció como la guía de la vida.