Pascual no se hizo pato

Humberto Musacchio

Se fue el embajador de Estados Unidos en México, pero tal vez regrese pronto. Dejó de representar a su país, pero enamorado como está de una mexicana —eso dicen las revistas del corazón—, quizá decida establecerse entre nosotros.
Las revelaciones de Wikileaks —ese curioso procedimiento de Washington para medirle el agua a los camotes— dejó descobijados a varios embajadores estadounidenses, entre ellos a Carlos Pascual, quien despachaba en el edificio de mármol del Paseo de la Reforma.
Los cables de Pascual enviados a sus jefes de Estados Unidos contenían en varios casos “revelaciones” que equivalían al descubrimiento del agua tibia. Por ejemplo, el embajador señalaba que la corrupción gubernamental es generalizada, que México carece de un servicio de inteligencia digno de ese nombre, que las corporaciones que combaten el crimen organizado actúan sin coordinación y que en las elecciones del año próximo el PAN tiene un “panorama sombrío”… Nada que no supiéramos los mexicanos. Nada que pudieran ignorar las autoridades de Estados Unidos.
Carlos Pascual cumplía con el deber elemental de informar a su gobierno sobre lo que veía en México y por supuesto en sus apreciaciones hay una inevitable carga subjetiva, pues no puede ser de otro modo. También, como es obvio, el diplomático pretende aparecer ante sus jefes como buen negociador y un hombre hábil para ganarse la voluntad de personajes importantes del gobierno mexicano. Nada que no pudiéramos imaginar.
Pascual había establecido buenas relaciones con Eduardo Medina Mora, en tanto que no ocultaba su desconfianza hacia Genaro García Luna, con quien no tuvo una relación fluida (éste, por lo demás, no parece tenerla con nadie que no se llame Felipe Calderón). No parece muy riguroso Pascual cuando ensalza la actuación de la Armada y por contraste minimiza el papel del Ejército en el combate a la delincuencia organizada, lo que puede deberse a la obsecuencia de la gente de mar con el diplomático, en tanto que entre la gente de verde se topó con una dignidad patriótica contraria al proverbial injerencismo de los vecinos del norte.
Lo cierto es que, con sus asegunes, Pascual trabajó en favor de su país y de sí mismo. No estaba aquí para servirle a Calderón ni a los mexicanos. Su chamba era muy otra y su problema fue que se hicieran públicas sus apreciaciones sobre sus anfitriones. Por eso tenía que irse. Una actuación semejante, de servicio a su país y no de servilismo hacia Estados Unidos, es la que deberíamos exigir a nuestros funcionarios.