Raúl Jiménez Vázquez

Las declaraciones emitidas hace unos días por altos funcionarios de la Casa Blanca surtieron los efectos de un auténtico fuego graneado que puso de relieve la ingenuidad y la crasa irresponsabilidad, con las que el régimen ha estado abordando el grave y delicado asunto de la guerra antinarco.
El subsecretario del Pentágono, Joseph Westphal, en un foro realizado en la Universidad de Utah afirmó que México, a la par que Irak y Afganistán, es uno de los flancos estratégicos más preocupantes de la Casa Blanca, que los narcos son una forma de insurgencia que podrían tomar el poder y que, dado el caso, se llevaría a cabo una ofensiva militar más allá de sus fronteras.
Inmediatamente después, James Clapter, el zar de los servicios de inteligencia, aseveró ante un comité de la Cámara de Representantes que la situación que vive nuestro país ha sido elevada a la categoría más alta del listado de amenazas potenciales a los Estados Unidos. Tal percepción fue secundada por Caryn Wagner, subsecretaria del Departamento de Seguridad Interior, quien reconoció que existe una gran preocupación en torno a la posibilidad de que la violencia interna se extienda al territorio norteamericano.
La cereza del pastel fueron los atestados de la titular del Departamento de Seguridad Interior, Janet Napolitano. No tuvo empacho en asegurar ante el comité congresional que les perturba una eventual acción conjunta de los narcos y el grupo Al Qaeda. Poco antes, había lanzado una severa amenaza a los cárteles de la droga: “No traigan esa guerra a Estados Unidos, si eso ocurre, responderemos muy, pero muy vigorosamente”.
Todo lo anterior sería lógico y digno de encomio, si no fuera por el dato duro de que la guerra antinarco tiene hincadas su raíces más hondas en acciones u omisiones atribuibles al vecino país del norte. Tal como fue puesto de manifiesto por el general retirado y ex diputado federal Roberto Badillo en una extraordinaria entrevista periodística, la alucinante marcha de la locura fue fraguada desde Washington. Asimismo se sabe que las armas que obran en manos del crimen organizado provienen de un denso trasiego cuyo origen se ubica en la Unión Americana.
Así pues, estamos en presencia de un doble discurso que, emulando las excelsas redondillas de la sublime Juana de Asbaje, bien podría ser atajado con las siguientes palabras: “Gringos necios que acusáis al vecino sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis”.
Esa ambivalencia o manipuleo no se reduce al plano teórico del mero reproche ético o político. Gracias, entre otros, a esos factores causales, al interior del suelo patrio se está desarrollando un conflicto armado al que le es aplicable el artículo tercero común de los cuatro Convenios de Ginebra de 1949. Tal aserto se funda en la definición consignada en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional —tratado al que el Estado mexicano se adhirió en forma lisa y llana, sin formular reserva alguna—, según la cual para que dicha figura del derecho humanitario internacional cobre vida es suficiente que exista una violencia armada prolongada entre autoridades y grupos armados o entre grupos.
Haber impulsado la gestación del conflicto armado interno, contribuir a su financiamiento —al menos con los 500 millones de dólares ofrecidos por Hillary Clinton en su pasada visita a nuestro país— y no hacer absolutamente nada ante el tráfico sistemático de armas destinadas a una de las partes contendientes, constituye una violación manifiesta a las normas del derecho internacional general, especialmente al principio de la no intervención y la autodeterminación de los pueblos. Ello conlleva el surgimiento de una responsabilidad internacional a cargo de los Estados Unidos en los términos del derecho consuetudinario internacional, codificado en el proyecto Responsabilidad del Estado por hechos internacionalmente ilícitos elaborado por la Comisión de Derecho Internacional de Naciones Unidas.
La responsabilidad internacional en cita puede ser reclamada ante la Corte Internacional de Justicia invocando las resoluciones A 56/83 y 2625 de la asamblea general de la ONU —esta última relativa a la Declaración de los Principios de Derecho Internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas—, así como la jurisprudencia fijada por ese alto órgano jurisdiccional en el caso relativo a las actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua.
En el laudo en cuestión, los jueces de La Haya atribuyeron responsabilidad internacional a los Estados Unidos argumentando que haber facilitado a los contras el acceso a las armas implicó una intervención en los asuntos internos de Nicaragua y una transgresión al artículo tercero común de los Acuerdos de Ginebra.
Los tiempos que corren están marcados con el signo de la globalización jurídica. Hoy en día cualquier decisión gubernamental de carácter relevante puede acarrear consecuencias supranacionales. El derecho penal internacional, el derecho humanitario internacional, el derecho internacional de los derechos humanos, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia son los instrumentos normativos básicos de los que habrá que echar mano cuando, en un futuro próximo, se lleve a cabo el inexorable, el ineluctable escrutinio de la equívoca, inconstitucional y sangrienta guerra antinarco emprendida unilateralmente por el presidente Felipe Calderón.