Mariana Bernárdez
La poesía es un árbol, sombra de lo inmenso que cobija
al sediento como al desnacido.
La mirada se estrella contra el muro, levanta el aliento para recobrar altura y horizonte, pero la anchura del cielo le provoca vértigo: pulsión hacia el abismo, ahí donde los pájaros se enraman mostrando la redondez perfecta del fruto que madura su savia en la ventolera del sol.
¿Será cierto eso que mira?, ¿cierta la incidencia de la luz en la pupila, tan veraz como el zumbido de la abeja?, barullo del mundo que expresa su ser vivo en el registro vocálico de lo que anima, sea el rumor de las hojas, el ronroneo de los pasos cruzando las avenidas, el rumiar del ruido, el regusto de la pulpa del mango escurriendo por la comisura de los labios, el olor dulzón del almizcle cuando el jazmín ostenta su blancura.
De las imágenes contenidas en la pupila el infinito se encumbra, ostenta su fugacidad en derrumbe de arrecife, porque subir y caer son las caras de una misma moneda, que rueda por los peldaños de la historia, haciendo creer que el metal de su hechura habrá de canjear el favor de reyes y acallar las fauces de lo monstruoso: laberinto que oculta su claro en las palabras y en el trazo endeble que inicia al ojo en su viaje inmóvil.
Brinca el guijarro entre las piedras mayores que delinean la ruta del inequívoco, y el salto desconoce si su impulso obedece a la huida o al cumplimiento de la gravedad. Grave es no saber qué atemoriza más, si lo ineludible o la fatuidad de la búsqueda de algo que encierre en su ser toda certeza: entre Aquiles y la tortuga sólo el público ficticio atestiguará quién es el vencedor. Ya darán cuenta de la carrera los versos que serán grabados en sublime consonancia a los vericuetos de la escalera, peldaños cuya lisura será ganada por el roce diario de los pies que terminarán por borrar sílabas y fechas. De cuando en cuando, alguien agachará el cuerpo para tomar entre su mano la chinilla y sopesar su posibilidad de proyectil, como si en ese gesto descargara la furia que le produce reconocerse aún más insignificante que la piedrecilla presta a derribar la sombra de su vuelo, fracaso cuya ejemplaridad contradice su raíz originaria.
Punto de sosiego en el precario equilibrio de una disimulada detención, ¿quién inscribe las palabras que deletreo?, ¿quién profana la soledad del pensamiento?, ¿quién es ese yo que erige su tiranía en las demandas de no querer morir del todo?, y la piedra se desliza por entre los dedos, en un movimiento primario donde piel y contorno fusionan la materia de su corporeidad, las junturas y los tendones, la sangre y el músculo, esa maquinaria que asombra por su inigualable precisión habrá de ser reducida a polvo, mientras que el poro impenetrable del guijarro perdurará más allá de tan magistral hechura. El sollozo se eleva en lamento, asiste y sostiene en el tránsito, ¿habrá alguien que quiera morirse del todo? Tanto miedo avanza tras la pregunta que el discurso queda paliado en el sinfín del silencio, porque hay silencios que resguardan lo que los labios no atreven, hay silencios donde la verdad preclara anuncia su alumbramiento.
Por una piedra que desliza su canto entre el tramado de los dedos, un mundo se levanta en columna, una columna en muro, y más allá de su límite, el imaginario de un horizonte que habrá de liberar de sentencia cualquiera. Agacha su sombra el cuerpo y deposita en la tierra lo que hurtó por desesperación la mano, he ahí la piedra, la chinilla, el guijarro, la semilla…, residuo que afirma la soberanía de su materia sobre el temblor de quien, por el simple respirar de la sangre, creyó poseerlo todo, y es en ese tremar, cuando constata que hasta el polvo de las murallas habrá de ser llevado por el viento.