Vicente Francisco Torres

(Primera de dos partes)

Durante años, primero con el pretexto de caminar para hacer ejercicio, he recorrido enormes tianguis como los de Tepito, la San Felipe, la Ahuziotla, la Naranja, la Cabeza de Juárez, la Sor Juana, etcétera. Primero me llamaron la atención los puestos de libros que ofrecían verdaderas joyas desechadas de casas pudientes, luego los libros nuevos llegados a los puestos de las más diversas maneras (robados, regalados, rematados como saldos). Un buen día, en la San Felipe, cuyo tianguis tiene fama de ser el más grande de América Latina y no se puede recorrer completo en un solo día, descubrí una lona en el piso que llamó mi atención porque exhibía plumas fuente verdaderamente hermosas, modelos antiquísimos y en absoluto buen estado.

Todavía recuerdo que las primeras que adquirí costaron entre 100 y 200 pesos cada una. Cada domingo el vendedor llevaba modelos distintos hasta que, un buen día, empezó a llevar modelos recientes que, al menos para mí, carecían de interés puesto que podían encontrarse en cualquier tienda departamental. Semanas más tarde el vendedor cambió de giro y empezó a llevar relojes, raros y procedentes del extranjero. Me hice adicto también a ese tipo de relojes de carátulas extrañas: con ventanillas en donde asomaban lunas y soles, con animalitos que caminaban tejiendo telarañas o echando maromas, con publicidad de automóviles, bancos y laboratorios.

Una mañana, mi marchante empezó a vender cosas nuevas como tijeras, engrapadoras y reglas. Durante meses volví para ver si llevaba mercancía como la que me había hecho su cliente, pero nunca más volví a encontrar el tipo de objetos que me resultaban atractivos.

A estas alturas ya me había hecho adicto a las plumas fuente y a los relojes y mis búsquedas tenían esos objetivos específicos. Sin embargo, un buen día se cruzó en mi camino un grabado con firma, y después una acuarela de Erasto León Zurita, pintor oaxaqueño prematuramente muerto y, luego, objetos llegados de los rincones más lejanos del planeta. Así estaba cuando leí un libro entrevista con Manuel Mujica Laínez, un viajero empedernido, refinado escritor y acaudalado estanciero, amigo de Borges, de Bioy, de Silvina Ocampo… Su estancia era una mezcla de bazar y museo y acuñó la expresión bibelotaje para designar las cosas que había adquirido en todas partes del mundo. Incluso su literatura está poblada de anticuarios y personajes que aman los bibelots más costosos y exquisitos. Recordé que Neruda se describía como cosista por su afición a coleccionar los más hermosos objetos como botellas, caracoles, campanas, postales eróticas y ya no se diga los mascarones que adornan su hermosa casa de Isla Negra.

Así como formé mi biblioteca del estudiante pobre, caigo en la cuenta de que he ido formando mi bibelotaje del pobre profesor. De aquí que cuando me topé con De baratijas y curiosidades. Por los bazares, zocos, mercadillos y calles del mundo (Barcelona, Océano, 2007), un bello libro ilustrado y editado artesanalmente, pensé que había encontrado un alma afín en la novelista canadiense Bárbara Hodgson.