Beatriz Pages


Más que un hombre de Estado, Felipe Calderón es un provocador. Poco le importa respetar la separación Iglesia-Estado y menos le interesa que la laicidad sea asumida como condición fundamental para definir y fortalecer la democracia.

“La sociedad democrática debe ser laica, no puede elegir serlo o no serlo”. “La democracia para ser democracia tiene que ser laica o no será”, frases memorables del escritor español Fernando Savater.

La decisión de asistir a la beatificación de Juan Pablo II le salió a Calderón de la entraña, no de la razón. Fue consecuencia del rezago histórico que anida en su talante dogmático conservador. Se trató, además, de un acto populista, electorero y no de la decisión de un hombre de Estado.

Tan había conciencia en el gobierno de que su presencia en el Vaticano podía leerse como una violación al espíritu laico de la Constitución, que los argumentos oficiales para justificar su presencia resultaron un verdadero retruécano.

La Secretaría de Relaciones Exteriores envió al Senado un oficio sui géneris donde asegura que “la participación del Presidente de la República en esa solemne ceremonia del Vaticano representará un gesto significativo para fortalecer los vínculos de amistad, respeto y entendimiento entre el gobierno de México y dicho Estado”.

El contenido daba pie a preguntar: ¿acaso las relaciones entre México y el Vaticano están deterioradas? ¿Hay duda sobre el respeto que el gobierno mexicano ha dado a la Iglesia católica?

Es evidente que en la oficina de la canciller Patricia Espinosa Cantellano hubo junta de sesudos asesores para definir la redacción de un oficio donde lo político tenía que quedar claramente separado de lo religioso. Calderón asistiría a la canonización de Karol Wojtyla por motivos político-diplomáticos y nada más.

A los sesudos se les olvidó, sin embargo, algunos detalles. Por ejemplo, que el Vaticano y la Santa Sede son la misma cosa. Es decir, que ahí no existe, como en México, separación Iglesia-Estado y que el Papa es la máxima autoridad tanto del Estado Vaticano como de la Santa Sede.

El otro detalle es que Calderón, por más que quiera simular que no transgredió la laicidad del Estado mexicano, asistió a un acto eminentemente religioso y no —como intenta decir Relaciones Exteriores— a uno de carácter diplomático protocolario.

Como se quiera ver —de facto o simbólicamente—, el Presidente de la República fue a arrodillarse ante un gobierno extranjero y ante un poder teocrático, violentando así, en doble sentido, la soberanía nacional.

En doble sentido, porque Calderón rindió protesta como presidente de una nación que no es colonia de nadie —cuando menos en la letra constitucional— y de una república, cuya soberanía nacional, destino o decisión de futuro, reside en el pueblo de México. No en la influencia, imposición o poder de la Iglesia.

La presencia de Calderón en una ceremonia de beatificación contradice lo que ha venido sosteniendo a lo largo del sexenio: ser un demócrata. Si lo fuera, tomaría en cuenta que no se representa a sí mismo, ni siquiera a su partido, sino a un mosaico plural donde no todos son católicos.

¿A nombre o en representación de quién fue? Puede argumentar, sin razón, que su participación respondió a los deseos de una mayoría católica. A partir de este argumento, puede deducirse que Calderón no gobierna, por lo tanto, para las minorías. Que los judíos, los evangélicos o protestantes quedan excluidos de la ley y de la protección del actual régimen.

El avance internacional de los derechos humanos en materia de respeto a la diversidad de credos, razas e ideas impone a México el fortalecimiento del Estado laico cuya línea vertebral tiene que ser necesariamente la separación Iglesia-Estado.

Una separación que no es sinónimo, como alega el papa Benedicto XVI, de un laicismo rabioso, “agresivo”, sino de una condición necesaria para evitar que las religiones se conviertan, por su naturaleza dogmática, en fuente de conflictos sociales, de discriminación o privilegios.

El mismo Savater ha escrito: “La Iglesia dice que hay persecución religiosa cuando lo único que hay es que se le ha prohibido perseguir”.

La reforma política que recientemente aprobó el Senado de la República debió haber incluido la modificación al 40 constitucional que aprobó en febrero de 2010 la Cámara de Diputados. Consolidar la definición del Estado mexicano, como una república laica, no es ocioso. Se trata de evitar que el Ejecutivo federal, sea del partido que sea, utilice la religión con fines políticos o bien que permita la intromisión de la religión en asuntos públicos.

Más que a un católico, más que a un ferviente cristiano, a la sociedad mexicana le gustaría ver, en el Presidente de la República, a un estadista capaz de resolver los más urgentes problemas nacionales.