Beatriz Pagés

En el Senado de la República comenzarán a discutirse varias modificaciones constitucionales sobre derechos ciudadanos. La que más expectación provocará será, sin duda, la reforma sobre candidaturas independientes.

Una figura, mitificada por unos y satanizada por otros. Polémica y hasta increíble de que pueda ser aplicada en un país con una cultura política eminentemente autoritaria.

Su aplicación no es fácil, menos cuando se trata de una candidatura a la Presidencia. Tan es así que en países con una legislación avanzada en la materia, el experimento no ha ido más allá de elegir a diputados o alcaldes ciudadanos.

Por ello, los senadores tendrán que preguntarse: ¿a quién conviene las candidaturas independientes? ¿Al ciudadano, al gobierno o a los partidos? ¿Y qué se ganará con este tipo de candidaturas: más democracia, menos corrupción y más confianza en las instituciones electorales?

Defender y promover las candidaturas ciudadanas en México se ha vuelto no sólo una moda sino un sinónimo de lo “democráticamente correcto”, y la razón es simple: ya nadie cree en los partidos políticos, ni siquiera el Presidente de la República.
Felipe Calderón —perteneciente a una de las familias panistas más ortodoxas— advirtió a su gabinete y a la militancia de su partido que Acción Nacional podría optar en el 2012 por un candidato externo.

El titular del Ejecutivo federal propuso en enero de 2010 una reforma política que busca quitar a los partidos el monopolio de las candidaturas, promover la participación ciudadana a través de la iniciativa popular, la reelección de alcaldes y legisladores, más la segunda vuelta electoral.

Las candidaturas ciudadanas forman parte, entonces, del proyecto presidencial. El PAN y el PRD siempre han estado de acuerdo con ese tipo de figuras. No así el PRI, que ahora, para no verse como un partido autoritario, se sentirá obligado a acatar lo que hoy es considerado “democráticamente correcto”.

Independientemente de que se pueda estar a favor o en contra de esa figura, ésta tiene, en el actual contexto, un claro trasfondo político-electoral.

Se trata de construir —en el marco de la sucesión presidencial— un misil contra el PRI. El objetivo es quitarle votos al único partido que tiene candidatos fuertes para el 2012, a través de una candidatura ciudadana popularmente muy atractiva que al final del día sería patrocinada desde el gobierno y terminaría haciéndose panista.

El reto, sin embargo, es interesante. La aprobación de las candidaturas independientes se convertiría en una presión para que los partidos se abran a la sociedad e intenten recuperar la credibilidad y prestigio que han perdido.

Falta saber cómo serán reglamentadas esas candidaturas. ¿Cómo se avalarán? ¿Cómo se financiarán? ¿De qué manera rendirán cuentas? ¿Cómo será su acceso a los medios de comunicación? ¿Bajo qué condiciones de equidad contenderían?

Y hay otro punto más. Para algunos especialistas, este tipo de reformas contribuyen a deteriorar aún más a los partidos, al sistema representativo en general y por ende a los congresos. Lo que llevaría al debilitamiento del Poder Legislativo como instrumento de control del Ejecutivo.

Si no conociéramos la bilis calderoniana; harto, el Presidente, de los diputados y senadores, enemigo acerbo del PRI, cansado de su mismo partido que no sirve ni para darle un buen sucesor, pensaríamos que busca darle más poder al ciudadano, por tratarse de un verdadero demócrata.

Pero como son conocidas de sobra sus obsesiones, queda la duda si la construcción de las candidaturas independientes no tiene un trasfondo más bien autoritario: concentrar el poder de la República en un solo hombre.