Ya no me interesan los huevos de Pascua

Guadalupe Loaeza

Basta con que pruebe un pedacito de una tableta de chocolate, para que en mí surja el mismo efecto que solía embargar a Marcel Proust siempre que le daba una mordida a su madelaine, es decir, súbitamente mi memoria involuntaria va en busca del tiempo perdido.

Entonces me veo a los seis años en el patio del colegio francés de San Cosme. Allí estoy con mi uniforme azul marino de cuello y puños blancos deshilados. De pronto viene hacia mí madame St. Louis con su peluca pelirroja cubierta con una red: “tiens, ma petite, tu as gagné un chocolat”, me dice a la vez que me tiende, con su mano regordeta una vaquita Wong. Tomo el chocolate y en un dos por tres, le retiro su envoltura color lila en donde aparece la fotografía de una vaca chiquita con manchas negras y blancas.

Igualmente le quito el papelito plateado que cubre ocho cuadritos de un manjar que me parece único. ¡Mmmmmmmmmm!, exclamo al mismo tiempo que cierro los ojos y mis papilas gustativas advierten su maravilloso sabor. ¡Qué delicia! Me sabe a gloria.

Se diría que en ese preciso instante, todos los ángeles del cielo me elevan por las nubes para llevarme a un paraíso en donde nada más crecen árboles de cacao cuyas hojas son puras tabletas de chocolate.

Para ustedes, mis lectoras y lectores, en estos momentos rompo con mi dieta, y me llevo a la boca un cuadrito de una tableta de chocolate de marca Lindt con sabor a cereza. Mmmmmmmmm, digo sin poder evitarlo. El efecto, que les mencioné líneas arriba, es inmediato, su sabor me lleva hasta la década de los 50. Veo a mi madre llegar a mi casa cargada de bultos. Corro hacia ella para ayudarla y me fijo que una bolsa se encuentran unos libros que compró en la librería Porrúa; en la otra, unas telas que adquirió en Casa Armand, y en la más grande es donde está el tesoro, unos huevos de chocolate comprados en Sanborns de Madero. Son gigantescos, están decorados con flores de azúcar y están en el interior de una caja transparente de celuloide. ¡Están preciosos!

“¿Me puedo comer uno ahorita?”, pregunto impaciente. “No son para ti, son para Lola Buchanan, esposa del secretario de Comunicaciones”. No sé si gritar o llorar. No sé si arrebatárselos o irme hacia mi habitación. El olor a chocolate no hace más que perturbarme aún más. Aunque sea un pedacito chiquititito, le suplico a mi madre. Pero ella ya no me escucha. Está en el teléfono, hablando, justamente, con la señora Buchanan, anunciándole que le tenía un detalle, una cosita de nada, un pequeño gesto, nada más un recuerdo. Me indigno. Me enfurezco.

¿Cómo puede referirse en esos términos a estos maravillosos huevos de chocolate que parecen creados por manos de hadas? Si en efecto son una cosita de nada como dice, ¿por qué mejor no me los regala todos? Yo sí los quiero. ¡Los necesito! ¿Qué hago? ¿Me los robo? No me atrevo. ¿Qué tal si por mi culpa mi padre pierde su empleo? ¿Qué tal si por mi culpa mi madre termina peleándose con esa señora? Y, ¿qué tal si por mi culpa toda la familia se muere de hambre? No, no puedo. No debo. Me voy a mi recámara. Lloro. Aquí en esta casa nadie me entiende. Me siento huérfana. Miserable. Pero sobre todo, abandonada por el dios del cacao. ¿Qué hago, me tiro por la ventana? Ya sé. Corro hacia la sala. Mi madre está todavía en el teléfono. Sin que me vea, abro su bolsota de imitación de cocodrilo y saco un peso. Salgo corriendo. Estoy agitada. Me falta aliento. Llego al estanquillo de la esquina y le digo a la mujer que está detrás del mostrador. Quiero una “exótica”, por favor. Me da la tableta de chocolate cubierto con su papelito dorado. Le pago los 75 centavos.

Salgo de la tienda. En el camino me voy comiendo mi chocolate. Estoy feliz. Me siento gratificada. Ya no me interesan los huevos de Pascua. En esos momentos le declaro una vez más mi amor al chocolate.

Ahora que soy abuela, quiero aprender a cocinar los mejores postres de chocolate para Tomás, mi nieto. Para iniciarlo en el gusto del chocolate, le compraré una caja de tabletas de Carlos V, “el chocolate emperador y el emperador de los chocolates”; le compraré una bolsita de monedas de chocolate envueltas en papel dorado de La Marquesa; le compraré cinco latas de Chocolate Express pulverizado y luego cantaré: Yo soy sano y fuerte como aquí me ves porque tomo siempre chocolate Express; lo llevaré al Moro a comer churros y chocolate; le enseñaré a decir chocolate en varios idiomas y por último le haré mi especialidad, es decir, la mousse au chocolat cuya receta, ¡única!, era de su tatarabuela francesa. Juro que a mi próximo nieto, aunque sea rubio como el trigo, lo llamaré de cariño Chocolat.

Para los que aman y se sienten desafortunados al padecer lo que se conoce como la enfermedad galante más universal, sin duda, encontrarán en el chocolate una de las consolaciones más eficaces.