Camilo José Cela Conde
Madrid.- Si una autoridad dice que se va o, al menos, que ha decidido no repetir mandato, y el resultado es de una alegría generalizada, es como para acudir al psiquiatra para que le atiborre de Prozac. Lo común cuando llega el final de una carrera política es que a uno le digan esa mentira piadosa de que se pierde una figura irremplazable. Como poco, hay que agradecer los servicios prestados que así, a secas, suena a crítica feroz, cuando no a venganza. Pero ni siquiera eso; lo único que ha recibido en España el señor Rodríguez Zapatero con su anunciada marcha es una explosión de euforia jamás vista en ocasiones semejantes.
Lo cierto es que el desengaño con el todavía presidente ha sido de los de órdago. Pero la culpa no es en especial suya. La retahíla de catástrofes que ha llevado a que sólo le aplaudan cuando dice que lo deja comenzó con la fórmula de las primarias que los estatutos del Partido Socialista español (PSOE) establecen. Cuando Rodríguez Zapatero presentó su candidatura a secretario general del PSOE, ganó pero no porque quienes le votaron supiesen apenas nada de él. Era un absoluto desconocido: algo bien lógico, porque, que se sepa, jamás tuvo un empleo a desempeñar, ni bien ni mal, y sus cargos políticos anteriores habían sido, con todos mis respetos por la calificación quizá impropia, de segundo orden. Pero ganó. Lo hizo de rebote al asumir la dirección de su partido, porque fueron muchos los que votaron a la contra con el fin de frenar al otro candidato, el hoy presidente de las Cortes, José Bono. Luego, tras los años en que, pese a ser el líder de la oposición, tampoco se supo gran cosa de Zapatero, llegaron las elecciones generales. El 11-M pasó lo que pasó con los atentados de Al Qaeda en Madrid y, de nuevo, hicieron muchísimo más los entonces presidente, Aznar, y ministro del Interior, Acebes, con su incompetencia para manejar la crisis en favor de la victoria del desconocido líder socialista que todo el aparato de la entonces oposición.
Que Rodríguez Zapatero vaya a pesar a la Historia como el peor presidente de la democracia española —costará trabajo dar con uno que siquiera le iguale— es desgracia de origen bien claro. No tiene nada que ver con la crisis económica, aunque sin ella el hoy presidente habría soñado quizá con un tercer mandato. Las culpas del despropósito que le ha mantenido siete años hasta hoy en el Palacio de la Moncloa debería caer sobre las espaldas de esa mayoría relativa de españoles que le votó y, luego, sobre la de los profesionales del apoyo parlamentario interesado (los partidos nacionalistas, en particular) que, como principio político no puede ser más infame pero obtiene contrapartidas muy jugosas en el reparto de los presupuestos del Estado.
Se diría que, con semejantes bochornos a la vista no iba a ser posible caer en el mismo error pero se ha comprobado que sí. El PSOE, que celebra ahora como una victoria en las urnas el que su líder abandone, hace circular ya globos sonda apuntando de nuevo a las primarias. Se nota que las equivocaciones duelen pero no enseñan. Somos así de raros los españoles.