La novela de Ciro Alegría, 70 años después

Juan Antonio Rosado

Es positivo para la historia de las letras hispanoamericanas que muchas de sus novelas indigenistas sigan editándose y comentándose, que sigan siendo clásicas por la intensidad de su estilo, por los efectos de sus recursos o dimensiones de sus personajes, atmósferas, escenarios y situaciones narrativas. No obstante, resulta negativo, desde el punto de vista de nuestro entorno social y rural, que gran parte de esas obras —sobre todo las que denuncian injusticias, despojos, corrupción o cínico latrocinio por parte de “autoridades”— sigan siendo de gran actualidad. Aún detectamos casi los mismos problemas y ambiciones que ya denunciaban los escritores del siglo xix. En el caso de Perú, autores como José María Arguedas y Ciro Alegría ocupan un lugar primordial, si bien las realidades a que se refiere cada uno sean distintas (el primero habla del sur, donde el quechua es la lengua preponderante entre los indios; el segundo, del norte, más avasallado, con una lengua española llena de modismos rurales).

En 1941, Ciro Alegría publica una obra monumental que mereció elogios de novelistas como John Dos Passos: El mundo es ancho y ajeno. Alegría aclara que no es su propósito realizar censuras personales, sino “mostrar episodios corrientes y típicos”. La desgracia colectiva, la tragedia de una comunidad que intenta vivir en armonía con la naturaleza es simbolizada por la existencia del explotador, quien utiliza a los demás con fines personales. En esta obra, los destinos del panteísta Rosendo Maqui y del progresista Benito Castro se unen en la misma tragedia. Para Rosendo —encarcelado después injustamente— nada significaban ni la ley ni la justicia: “Siempre las despreció por conocerlas a través de abusos e impuestos: despojos, multas, recaudaciones”; para Benito, el progreso traducido en educación, así como la productividad, son elementos capaces de redimir a los pobres. Para todos, lo esencial es afirmarse en la fuerza creadora de la tierra. Castro, en particular, sabe que el mundo es ancho y que los intereses de unos cuantos arrojan al pobre a esa inmensidad. Así es, el mundo es ancho, pero también ajeno: “nada nos da, nada, ni siquiera un güen salario, y el hombre muere con la frente pegada a una tierra amarga de lágrimas”.

Hay un elemento notorio en casi todas las obras indigenistas: la manipulación tanto de la Iglesia como de la prensa. La primera se sirve de la superstición, pero en la mente de algunos queda una lucha insalvable: Rosendo y Goyo “poco habían pensado en el cielo, ciertamente. Y ahora estaban viendo, en último término, que sólo en el cielo debían pensar. Sin embargo, no podían dejar de querer la tierra”. Y allí estaba el pueblo agrario, hijo de la tierra, “enraizado en ella durante siglos y que ahora sentía, como un árbol, el dramático estremecimiento del descuaje”. Un tema muy actual es el manejo de la información por parte de la prensa. En la obra de la que me ocupo, el diario La verdad habla del despojo sufrido por los comuneros, mientras que el periódico La patria, sobre una sublevación de indios, a los que trata como bandidos. Siempre ha sido así: la “patria” contra la verdad.

Muy alejada del costumbrismo ingenuo decimonónico, en esta obra se hace uso de técnicas como el estilo indirecto libre, por ejemplo, cuando el manco entra en el dilema de violar o no violar a Casiana, quien estaba dormida: “No tenía revólver y con puñal cambia la cosa. Pero la mujer acaso no lo iba a permitir, pues debía querer al Fiero, y entonces tendría que dominarla. La mujer era fuerte, se veía, y con un solo brazo no la podría sujetar. Qué inmensa desgracia la de ser manco. La mujer llenaba y vaciaba el aire de su pecho, de ese pecho de relieve incitante, que él había contemplado durante todo el día”.

Otro recurso es la introducción de narraciones independientes dentro de la narración; por ejemplo, las leyendas del pájaro Ayaymama o la del zorro y el conejo. Hay relatos terribles, basados en hechos históricos, como el de los indios explotados a quienes se flagelaba (o incluso mataba) por no entregar las porciones completas de caucho; hay una pelea a cuchilladas particularmente intensa: el color rojo impregna la descripción. Asimismo, el cultivo y consumo de la coca desempeña en varias partes un lugar destacado; por ejemplo, en el capítulo diez: “Goces y penas de la coca”. También se percibe el peligro de las víboras y el paludismo, entre otros temas.

Es necesario insistir en la riqueza de El mundo es ancho y ajeno. Junto con Los ríos profundos, de Arguedas, es una de las novelas indigenistas más completas y complejas: no sólo relata injusticias, sino que incorpora elementos mágicos de la visión indígena. Los personajes no son simples títeres del autor o de la narración con un fin predeterminado, sino seres de carne y hueso (aspecto del que ya se había ocupado el ecuatoriano Jorge Icaza). Casi al final, Ciro Alegría incorpora una secuencia con una función metaliteraria o autorreferencial: el escritor propugna un arte que, sin renunciar a sus raíces, sin negar su tierra, tenga un sentido universal. Esta novela, que cumple setenta años, es una muestra tangible de obras que, como Pedro Páramo, de Rulfo, no renuncian a elementos propios, locales o regionales, pero se insertan en lo universal porque, entre otras cosas, su estilo y la verosimilitud de sus situaciones poseen esa orientación.