Gonzalo Rojas (1917-2011)
Mary Carmen Sánchez Ambriz
El zumbido de la lengua se traduce al silabear: el misterio del ser encerrado en signos del desdoblamiento. Si para Heráclito el relámpago gobierna la totalidad del mundo, para Gonzalo Rojas (1917-2011) es una metáfora del instante, una abrupta iluminación de lo efímero que es el tiempo.
Desde niño tuvo una estrecha relación con el lenguaje, a veces un tanto atropellada y otras afectiva. Nació en Lebú, provincia de Biobío, en la zona central del alargado territorio chileno. Su padre era minero y su madre se dedicaba al hogar y a cuidar de sus ocho hijos. Recuerda que vivía en una casa de madera y que en cierta ocasión estaban los ocho niños jugando dentro de un corredor, mientras comenzó a llover y se escuchaba el golpeteo del granizo cayendo sobre el techo de la casa. Aquella tarde de lluvia torrencial el más pequeño de la familia dijo pausadamente: re-lám-pa-go. “Después de oír ese tetrasílabo me quedé con mi cara de niño sorprendido, en ese momento descubrí el intrasentido del relámpago; con toda esa tormenta y lo pavoroso que podía parecerme la cohetería del cielo. Así fue como percibí el sentido fonológico de la palabra relámpago y, desde ese momento, me he quedado pensando muchas veces en la palabra. Porque, como dice Sartre, a los poetas las palabras se nos ofrecen como cosas. Las palpas, las hueles, las tintas, las concibes. Cuando me di cuenta de esa virtud del lenguaje, seguramente nació mi adhesión a las palabras esdrújulas que son como una caída, como una esencial del barroco. Ya estoy desvariando, como dicen en mi país, difariando”.
—Para usted la poesía consiste en un parpadeo vocálico. Su relación con este parpadeo comienza a partir del momento en que el niño —de escasos seis años— se dio cuenta de la sonoridad que encierran las palabras. ¿Qué otra circunstancia propició su estrecha relación con el lenguaje?
—Padecía una dificultad respiratoria —resultado de una neurosis infantil— que desembocó en una tartamudez. Como no podía pronunciar los fonemas duros como /t/, /p/, /k/, entonces todo era difícil. Querer decir y no alcanzar es lo mismo que decía San Juan de la Cruz: “Volé tan alto, tan alto, que me di a la caza”. Yo no volé y no le di a la caza alcance, eso quiere decir no llegar. Por eso, cuando una vez un niño escuchó uno de mis poemas me dijo, muy acertadamente: “No le parece que eso está inconcluso”.Y esto lo relaciono con una línea de Goethe: “Que no puedas llegar nunca, eso es lo que te hace grande”. Llegar a la trampa del abismo, uno de los mayores ascos de la literatura. Arribar quiere decir caer en el espejismo del éxito. En ese sentido, prefiero pensar en las sílabas que no podía pronunciar y creer que el mundo lo hemos hecho a pedacitos.
—Usted ha dicho que no existen obras completas, que las obras nacen y desnacen.
—Es el parpadeo, ahí radica la aproximación. Los físicos son los únicos parientes que tenemos los poetas. Ellos hablan de la indeterminación, sólo los necios positivistas o los respetables cartesianos pueden pensar que todo ha sido fundado en la proporción armónica. ¿A qué proporción armónica se refieren si todo está estallando siempre? Goethe, Einstein, Paz, sabían del principio de indeterminación. Esto mantiene un vínculo con otra brillante frase de Heráclito: “Ambigüedad, aproximación”. Los poetas decimos aproximación y por eso evitamos referirnos a la exactitud. El riesgo de la lucidez es que se caiga en una exactitud y en un esquema. Yo no comulgo con eso…
—¿La lucidez es un riesgo?
—Sé que muchas veces toco lo lúcido, pero entrando en la aproximación. En el poema “Fragmentos” está condensada toda mi poética. Fragmentos no en el sentido que sean trozos de una parte más, la palabra fragmento en buen latín quiere decir quebrarse. Este mundo en realidad es una quebrazón. No es tan cabal ni completo, no hay cabalidad ni totalidad.
Entre abejas y zánganos
—Usted interpreta a la palabra como un zumbido. En su poesía hay imágenes de abejas y zánganos. Robert Lowell escribió que “los libros son como abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra”. ¿A qué atribuye su predilección por las abejas?
—Cada escritor tiene un pequeño bestiario. Tanto las abejas como los zánganos se aproximan al callamiento. Las abejas cuando están en su panal no están moviéndose mucho, lo hacen cuando alguien las molesta, se erizan y entonces se vuelven ruidosas. El zángano es una figura que me encanta porque remite a la idea del ocio; yo soy un animal ocioso, celebro el ocio, el otium romano tan adverso al nec otium (negocio). Los poetas no somos gente de negocio. También en mi bestiario aparecen mariposas que no son como las que vemos comúnmente, sino lepidópteros que todavía son orugas. En este sistema imaginario lo que me importa es la metamorfosis, pero no la metamorfosis del progreso sino de lo mismo: porque todo es igual a todo.
—A propósito del ocio, al final de la Antología del aire hay un poema que dedica al lector desocupado, a la manera de Cervantes. ¿Por qué piensa en el lector como alguien de esa naturaleza?
—Cervantes tiene razón al usar ese término en el prólogo a Don Quijote. Para mí, el buen lector es así, desocupado; que no venga con ese pensamiento majadero que dice a ver qué le voy a encontrar aquí, a ver por dónde registro las lecturas del poeta. El encuentro con la palabra tiene que ser con asombro, con conciencia. Yo considero al lector, al oyente, otro poeta: todos lo somos. Cuando me invitan a que lea mis poemas siempre me fijo una meta: levantar, enaltecer al lector o al oyente. Creo mucho más en el oyente que en el lector y siempre espero que este último participe de mi juego, de nuestro parpadeo silábico. Creo que en eso sí soy por lo menos alguien que se atreve a situar al oyente con respeto y cuidado, sin ninguna presunción. El oyente tiene derecho a recibir y a disentir. Es como una especie de parentesco: a fin de cuentas, el poeta es su amigo. El zumbido implica para mí ese largo parentesco entre las cosas.
De silencios y zumbidos
—Octavio Paz escribe: “Enamorado del silencio al poeta no le queda más remedio que hablar”. ¿Cómo concibe usted el silencio latente en su poética?
—Me gusta hablar de esto porque surge una hermosa confusión: cómo un poeta que trabaja con palabras advierte que es necesario el silencio, idea imperativa en el ejercicio de su poética. Claro que hablar parece tan ajeno a esa otra vibración tan honda, tan secreta —y por lo visto— sigilosa. Los místicos juegan y entran en la visión del mundo desde el silencio. Nosotros, los poetas, desde la palabra, pero no me refiero a esa palabra que sirve para designar los objetos y trabajar con lo cotidiano. La palabra del poeta es una palabra que conlleva al silencio mismo. No quiero hacer ninguna comparación oscura o compleja, pero el que no entra en el callamiento no entiende nada de lo que es la palabra. Porque la palabra —eso se sabe por los lingüistas y por todos— funciona desde la dimensión fonológica y semántica. La palabra del poeta no solamente tiene un significado, meaning, que se refleja, sino también es un sonido, un zumbido. Cuando uno lee a un escritor inmediatamente se da cuenta de que tiene ojo de poeta u oreja de poeta. Eso quiere decir que nuestra palabra se nos ofrece como un instrumento vivísimo. Recuerdo una frase preciosa de Hölderlin que Heidegger más tarde usó para acceder a su pensamiento: “Para esto le fue otorgado al hombre la palabra, el más peligroso de los bienes, para que dé testimonio de lo que él es”. Nadita menos; ésa es la palabra de nosotros, de los poetas. Con la palabra del poeta no se juega, no se puede relevar una palabra por otra. De repente en un texto prosístico, por hermoso que sea, es posible cambiar una palabra, pero en poesía no se puede. La palabra se hace con sílabas, vibraciones, vocales, consonantes, fonemas vivos.
—¿Sólo en la poesía se establece ese silencio?
—No, en la narrativa también se da, en Kafka o en Rulfo, y no creo que se necesite ser poeta para escribir como ellos. De repente en la obra de grandes autores hay rupturas y silencios, ahí es posible ver cómo está funcionando el mecanismo aquel de ser y callar: hablar como un torrente y de momento una pausa.
Gonzalo Rojas visitó varias ocasiones la Ciudad de México. Esta conversación tuvo lugar camino a la Ciudadela, sitio a donde le gustaba ir a comprar artesanías y vestidos para su esposa Mafalda.