Dice más que las mentadas de madre


José Alfonso Suárez del Real y Aguilera


No es más hondo el poeta en su oscuro subsuelo
encerrado, su canto asciende a más profundo
cuando, abierto en el aire, ya es de todos los hombres.
Rafael Alberti

La indignante ejecución de siete inocentes en el estado de Morelos profundizó la herida colectiva que esta guerra contra el narco provoca minuto a minuto, merced a su incontenible violencia criminal y la condenable política de un poder ciego y sordo a la hecatombe en la que han sumido al pueblo mexicano.

Esos cuerpos maniatados, torturados, ejecutados, además de patentizar su terrible agonía, deben padecer la indignante insensibilidad gubernamental que, sin miramiento alguno, recurre al fácil recurso de condenar a los muertos a su muerte social, al integrarlos a la lista de los delincuentes suprimidos en “ajustes de cuentas”, o si bien les va,  calificarlos como víctimas colaterales de la lucha contra el crimen, convirtiendo esos injustificables asesinatos en parte de la fría estadística oficial y del error sin consecuencia alguna, clasificación inmersa en la mexicanísima sentencia de que en México la vida no vale nada.

La espontánea movilización social y su creciente indignación orilló a las autoridades a admitir que lo ocurrido en Temixco el pasado 28 de marzo, no era adjudicable al crimen organizado, cuyos cárteles por cierto se deslindaron del crimen a través de mantas y narcomensajes lo que colocó a las dependencias oficiales en una situación incómoda.

Ante ello, la procuraduría del estado reconoció que sus pesquisas apuntan a un homicidio cometido por elementos que podrían ser militares, ex policías o agentes en activo y que ante la amenaza de ser denunciados, Gabriel y Luis Antonio Romero Jaimes, debido al asalto que cometieron en su contra, los asesinaron junto con las otras víctimas.

Además de los hermanos Romero Jaimes, entre los ejecutados se encuentran, su tío, el ex militar Alvaro Jaimes Avelar —quien, a decir de sus familiares aconsejaría a sus sobrinos qué hacer ante el asalto y la amenaza—, una mujer sin vínculo con el grupo, y los tres mejores amigos de Gabriel y Luis Antonio, entre ellos Juan Francisco Sicilia Ortega, hijo del connotado poeta, escritor y periodista Javier Sicilia.

Es tan hondo el pesar del reconocido colaborador de esta casa editorial, que el sábado 2 de abril, en el Zócalo de Cuernavaca, ante el colectivo reunido en memoria de los masacrados, el poeta anunció que la poesía ya no existe para él, y esa respetable decisión, agrava aún más el macabro escenario que la mezquindad política, la violencia desmedida y un poder enloquecido han venido construyendo bajo la quimérica cruzada contra el crimen organizado que encabeza Felipe Calderón.

El silencio de Javier Sicilia es antítesis de la esperanza del también poeta Gabriel Celaya, español sobreviviente al horror de las guerras,  quien descubrió que la poesía es un arma cargada de futuro, arma que a nuestro poeta la cruenta realidad de su país desarmó brutalmente, haciéndole perder la capacidad de existir en él como el pulso que golpea las tinieblas —que palpó Celaya—  oscuridad que Sicilia comparte con millones de hombres y mujeres inmersos en la lucha por erradicar la violencia, por acabar con la guerra estúpida.

Conflagración que lleva en su haber 38 mil muertos, contienda que un solo hombre desató simple y llanamente para legitimar su cuestionado triunfo electoral, y que hoy, a más de cuatro años de beligerante aferramiento, pretende acallar todas las voces disidentes que cuestionan la perdida de la añorada Suave Patria, concebida tras la lucha revolucionaria por Ramón López Velarde, poeta zacatecano de cuya arma salieron disparados sonetos de esperanza y de futuro en el declive de su propia vida.

La mudez del poeta Javier Sicilia es la más lamentable pérdida para nuestra cultura por las indignantes y lamentables razones que la impulsan, porque ese mutismo solidario con su hijo Juanelo, dice más que las mentadas.

Parafraseando a otro entrañable poeta, a Rafael Alberti, el silencio asumido por Sicilia, “callando, su canto asciende a más profundo cuando, abierto al aire, ya es de todos los hombres”, y por ello su grito mudo es una proclama de paz y de justicia que al abrirse al aire, al ser de todos nosotros nos obliga a darle voz,  para que nadie se atreva a cuestionar. ¿No habrá ya quien responda al poeta?