Carlos Guevara Meza
La operación militar encargada a la OTAN en Libia corre el serio riesgo de estancarse. La zona de exclusión aérea y el bloqueo naval funcionan con efectividad desde antes de que la alianza atlántica se hiciera cargo del mando, pero las resistencias y contradicciones entre los países miembros, e incluso entre los comandantes militares (que se opusieron cuanto pudieron a involucrarse en el conflicto) se ha comenzado a notar en la práctica de las acciones militares. Sin un acuerdo exacto sobre el significado y la amplitud del mandato de la ONU, y sin que la reunión de los aliados en Londres haya logrado aclararlo, los militares prefieren actuar con cautela extrema a la hora de lanzar ataques contra las fuerzas de Gadafi, a las que los rebeldes no pueden batir con sus propios medios.
La falta de acuerdo no tiene que ver tanto con la ambigüedad de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad, sino con la oposición de muchos gobiernos a tomar partido en el conflicto, sea por no sentar un precedente internacional que luego pudiera perjudicarles, sea por no afectar aún más los intereses económicos que tienen en Libia o (concedamos el beneficio de la duda) hasta por razones de principios éticos y humanitarios. El caso es que Gadafi coloca sus unidades en zonas habitadas, desde donde abre fuego de artillería o se desplaza para sus ofensivas, y como la OTAN ha decidido que no debe haber “daños colaterales” no los enfrenta. El resultado es que los rebeldes no pueden avanzar o avanzan poco y mal, puesto que deben retirarse en cuanto cesa la cobertura aérea de la coalición internacional. Pero ha habido víctimas civiles por los ataques de la OTAN, y el escándalo internacional generado por ello sin duda convence a los militares de la alianza a proceder con más cautela. Por lo pronto, los rebeldes se quejan de la falta de apoyo a pesar de que cada vez más países los reconocen como interlocutor legítimo y les aportan ayuda financiera además de la militar. Turquía ha intentado una mediación entre las partes pero sin resultados hasta el momento, pues el diálogo se atasca completamente en un punto: Gadafi no quiere irse y los rebeldes no quieren que se quede.
Por otro lado, las protestas y la violencia represiva continúan en Siria, donde el presidente Assad tuvo que cambiar completo a su gobierno, enviando el mensaje de que está dispuesto a hacer reformas y tranquilizar a los manifestantes, al mismo tiempo que mantiene la mano dura contra los opositores en las calles, a través de unidades del ejército, la policía o partidarios supuestamente civiles. En Bahrein las protestas y la represión suben de tono, mientras el gobierno irresponsablemente hace esfuerzos por convertir la lucha por un cambio civil y político en un conflicto religioso entre la mayoría chiíta y la élite sunita, en un intento de colocar el problema en la lógica de que las protestas son provocadas por Irán con la idea de exportar su revolución islámica y fundamentalista, como sucedió (o se dijo) con la inestabilidad en la década de los ochenta (cuando Irán incluso reclamó soberanía sobre algunas de las islas del archipiélago). La situación también se desborda en Yemen, mientras que en Egipto parece que los militares logran detener la revolución. Y, aunque no es un país árabe, sería necesario hablar de Costa de Marfil y el conflicto armado, a punto de guerra civil, que ahí sucede con la abierta participación de Francia y cascos azules de la ONU tomando partido por el lado musulmán.


