Camilo José Cela Conde

Madrid.-Tenemos en nuestra casa de Mallorca dos perros, Jack y Cleo, sacados de la perrera municipal que tuvo a bien acogerlos y cuidarlos —cosa que agradezco como se merece— hasta que mi hija los reservó con la intención de que me los adjudicasen. Los dos son mil leches (no sé si ustedes llaman también así  a los perros mestizos) y eran muy pequeños cuando quedaron en nuestras manos. Jack es ahora, cuatro meses después, un perro macho bastante grande, tirando a cabezota y torpón aunque se está remediando. Cleo, hembra ella, es diminuta y altiva; igual que un zorro reducido a la décima parte.

A Jack le encantan los huesos de pega que venden para que se les limpien los dientes; a Cleo, no. Cuando les doy un hueso a cada uno, el perro se lo come de un bocado. La perra se lo lleva lejos y ni lo lame pero pone una pata encima y aparta a Jack —que pesa como seis veces más— a gruñidos feroces si pretende acercarse. Luego, como un cuarto de hora más tarde, la perra roe un pedazo del hueso como a la fuerza y por aquello de cumplir con su deber mientras el perro la mira de lejos con ojos entre añorantes y envidiosos ladrando su protesta.

Si fuese al revés, si Cleo pretendiera quitarle cualquier cosa propia de Jack, le resultaría difícil: la diferencia de tamaño pone las cosas en un terreno en el que la competencia no existe. Pero está claro que ambos perros entienden que lo que es de ella es de ella y se acabó. No caben medidas de fuerza ni imposiciones de kilos y centímetros. Lo que sucede es, a todas luces, que la perra se ve legitimada para defender lo que es suyo y el macho carece de ánimos para discutir ese hecho. La propiedad privada parece ser un elemento esencial que salta por encima de las barreras de la especie.

Los filósofos de la Ilustración escocesa definieron la naturaleza humana como un pulso newtoniano entre fuerzas centrífugas y centrípetas que lleva al equilibrio y, así, sostiene cualquier sociedad. La tendencia a la benevolencia, la caridad, el altruismo o como quiera llamarse, es la fuerza centrípeta que mantiene el grupo unido. El deseo de bienes, bendecido por la propiedad privada, lleva al individuo a esforzarse en el trabajo. Si fallase uno de los dos elementos del combinado que estudiaron Shaftesbury, Hutchesson, Hume y, por fin, Adam Smith, el fundamento mismo de la convivencia desaparecería destruyendo a la postre nuestros grupos.

Los sociobiólogos han encontrado en el mundo animal numerosos ejemplos de conducta altruista. Cualquiera que tenga un perro —no sé si los gatos se comportan igual— sabe también que la propiedad privada forma parte de sus mentes. Ya nos lo había dicho Darwin, el último de los filósofos de la tradición ilustrada escocesa: lo que nos separa de los otros animales no tiene una frontera definida. Tal vez por eso sea tan difícil apostar por una sociedad utópica en la que el muelle en vaivén del egoísmo y el altruismo quede fuera. Tengo que decírselo a Cleo y a Jack, para tranquilidad mía, que no de ellos. No la necesitan en absoluto.