Juan Antonio Rosado
Antes de escribir sobre pedofilia es pertinente aclarar lo que es un niño. Ha habido muchas definiciones a lo largo de la historia, y cada una ha dependido del contexto geográfico y cultural, de las convenciones de la época y la región. Antiguamente, el ser humano dejaba de ser niño para convertirse en adulto mediante uno o varios ritos iniciáticos que podían durar desde días hasta semanas, meses, años… de acuerdo con la cultura. Nunca fueron igual en los niños que en las niñas y siempre la sexualidad ocupó el papel preponderante. Cuando el ser humano era apto para reproducirse, podía empezar a aprender a ser adulto para —una vez iniciado— incorporarse al mundo de lo sagrado, a la sociedad, así como fundar una familia.
¿A qué edad ocurría ese rito de iniciación, esa pérdida de la inocencia? Nuevamente, el dato varía de cultura en cultura y de época en época. Helena de Troya contaba con trece años; Julieta, en la obra de Shakespeare, aún no cumplía catorce y ya debía casarse; de lo contrario, corría el riesgo de quedarse soltera. Muchas judías y griegas contraían matrimonio incluso a los doce. En el caso masculino, por ejemplo, ya a los dieciseis, en la antigua Roma, tras un prolongado proceso de enseñanza escolar que implicaba el desarrollo de todas las capacidades, el hombre recibía instrucción política general (tirocinium fori). Las mujeres —como lo llega a referir Musonio— no estaban excluidas de la educación, sobre todo si eran de buena familia. No será sino hasta la imposición del cristianismo —y con él, la ruina de la cultura antigua y la quema sistemática de bibliotecas— cuando la mujer ocupe un lugar menor a un cero a la izquierda (Tertuliano la consideró “trampa del infierno” y Agustín de Hipona escribió que no estaba hecha a imagen y semejanza de Dios, pues fue extraída de la costilla de un varón).
Si antes, cierto tipo de pederastia entre griegos y romanos de clase acomodada estaba profundamente ligada a la educación, después de la ruina de la cultura antigua esta práctica continuará. Jacques LeGoff afirma que la bisexualidad siguió siendo practicada por la cristiandad, aunque a este movimiento le interesó el “más allá” y no el “más acá”, por lo que el erotismo fue condenado. Se privilegió la virginidad y la sexualidad reproductiva (la maternidad en la mujer). No será sino ya muy entrada la Edad Media cuando se condena la homosexualidad (justamente porque no da frutos). Y es preciso decirlo: la altísima represión sexual, aunada al celibato, cerró toda válvula de escape. A inicios de la cristiandad, sólo los monjes eran célibes. Vivían en los monasterios con sus manías, mientras que los sacerdotes —por estar en contacto con mujeres y niños— podían casarse y tener familia. El celibato a los sacerdotes fue impuesto para que éstos sólo pudieran heredar sus bienes a la Iglesia. Aún en el siglo xiii había muchos niños naturales que sabían latín, debido a que su papá el sacerdote les enseñaba dicha lengua. Posteriormente, el Manual del maestro cristiano aconsejó golpear a los niños, y aunque condenaba sodomizarlos, dicho acto ocurría constantemente en la práctica. Siempre se manejó el ocultamiento y la “mentira piadosa”.
En nuestra época, ser niño es algo muy distinto de lo que lo fue antes. El siglo xx le ha dado más derechos e incluso inventó la “adolescencia”, palabra que proviene del verbo adolescere (crecer) y no de “adolecer”, como dicta la creencia popular. Adolescente es “el que crece”. Pero a los púberes y adolescentes ya se les considera menores, y la Iglesia, con sus dogmas y prohibiciones, sigue instalada en la Edad Media. Trabajo le costó aceptar a Copérnico y a Galileo. No puede entonces culparse del todo a los ministros y sacerdotes católicos que han abusado sexualmente de una cantidad indefinida de niños y niñas. Ellos son sólo continuadores de una vieja tradición, de un “derecho” (son los “padres” espirituales). Hasta cierto punto, son congruentes con una antigua “perversión”. Como en todo lo demás (el celibato, la negación de la mujer en el culto, la libertad sexual, el aborto, el matrimonio entre homosexuales y otras libertades o derechos que la sociedad civil ha ido conquistando en las culturas más pensantes), las autoridades eclesiásticas continúan fuera de contexto. ¿No fue Pío xii, llamado “el mejor amigo de los nazis”, cómplice de Hitler al ocultar lo que sabía de los campos de exterminio? ¿No bendijo este Papa las armas para matar africanos en Abisinia?
Estas autoridades actúan como en la Edad Media, con todos los privilegios que tenían en aquel entonces, menos el de torturar y asesinar mediante una institución oficial. Seguirán haciendo lo que quieran, impunemente, mientras la población no encuentre mejores opciones religiosas, como el budismo o el hinduismo, religiones pacíficas y tolerantes, que nunca han entrado en contradicción con la ciencia. Ya Schopenhauer, en el siglo xix, clamaba por una invasión de misioneros budistas en Europa. Sí: la fe es necesaria para las personas, pues ellas saben que morirán algún día. Pero hay de fe a fe… La Iglesia —llena de joyas, con decenas de plastas de maquillaje y perfumada hasta más no poder— debería modificar su actitud y entrar de lleno en el siglo xxi. Sé que ha habido gente muy valiosa en esta antigua empresa, gente avergonzada por los abusos sexuales contra menores; gente que no ha podido callar para no sentirse cómplice. Muchos, como la brasileña Ivone Gebara, han tenido serios problemas con las autoridades eclesiásticas y han sido excomulgados; otros viven de y gracias a la Iglesia: fue su medio de movilidad social y se hallan en una posición cómoda; no se preocupan demasiado del dolor ajeno, sino del placer propio. Sin embargo, en una buena cantidad de integrantes de la Iglesia persiste un cinismo atroz y siniestro, avalado por el poder y por el miedo de la gente. Esperemos que el culpable del siguiente acto de abuso contra un menor en México sea realmente castigado, pero por el Código Penal, aunque el victimario pertenezca a la alta jerarquía eclesiástica. La impunidad de los poderosos —sean políticos, militares o sacerdotes— es de lo peor que puede ocurrirle a una nación.

