Moisés Castillo

Agua Prieta, Son.– La violencia del crimen organizado no ha alcanzado a esta ciudad fronteriza como a Ciudad Juárez, Tijuana o Reynosa. Se dice que las autoridades municipales tienen controlada la situación gracias a un pacto con los cárteles de la droga que se disputan la plaza, por eso la tranquilidad que se percibe en las calles.

Sin embargo, los migrantes que pasan por esta región temen no sólo por las bandas de polleros —traficantes de personas— sino de los malos tratos de los policías municipales.

Según el más reciente informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, son 16 estados los de mayor riesgo para los migrantes, incluyendo Sonora, con tramos carreteros y ferroviarios en donde se han documentado secuestros, maltratos, extorsiones, robos y ataques sexuales.

Para el padre Iván Bernal, director del Centro de Atención al Migrante Exodus, los policías municipales de Agua Prieta no tienen razones legales para detener a los migrantes nacionales y centroamericanos de paso por la ciudad que buscan alcanzar el llamado sueño americano.

“Las únicas autoridades facultadas —dice—para preguntar su estatus migratorio es Migración y la Policía Federal, ellos se han atribuido estas acciones, los detienen, los cuestionan, les quitan pertenencias y dinero. Aquí están al mismo nivel polleros y policías, que están coludidos con la delincuencia organizada”.

El padre Iván, quien llegó hace ocho años a esta ciudad, afirma que la droga no sólo pasa por este lado de la frontera, sino que también se queda para consumo interno y ahora existen problemas de adicción entre los jóvenes.

Agosto de 2007

Una familia fue secuestrada por una banda de polleros. Marcos, Hortensia y sus dos hijos pequeños lograron escapar de una casa de seguridad, luego de una semana de estar privados de su libertad. La familia tenía temor a denunciar a estos criminales y, al final, acudieron junto con el padre Iván a interponer la denuncia al Ministerio Público. No hubo resultados.

“Es difícil —dice el sacerdote— animar a los migrantes a que denuncien. Una denuncia no solamente es para lograr la justicia para ellos, sino para los demás. Recuerdo que estaban por acá rondando los polleros intimidando y hostigando e incluso anduvo la policía municipal preguntando por estas personas”.

Marzo de 2008

Un grupo de migrantes centroamericanos fue secuestrado por los temibles Zetas en Veracruz. Cinco guatemaltecos, tres hondureños y dos mexicanos llegaron al albergue Exodus con las huellas del dolor y con sus cuerpos cansados. Trataron de denunciar el crimen, pero hubo muchas trabas por parte del Instituto Nacional de Migración, dependencia que desconocía los procedimientos legales. En la delegación de la Procuraduría General de la República sólo hubo ineptitud.

“Al final —relata el padre Iván—, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos les lanzó una recomendación y estuvieron muy molestos con nosotros. Esto nos dio un buen aprendizaje en materia de derechos humanos. Esos muchachos estaban también temerosos y tenían dudas por la denuncia. Fue complicado convencerlos y que no desistieran”.

Julio de 2009

César y su padre Pablo querían terminar de construir su casa en Michoacán. Ellos ya habían estado un tiempo trabajando en California para mandar unos dólares a su familia y por fin tener su propio hogar. Don Pablo convenció al joven de 23 años de edad de cruzar nuevamente la frontera y ganar “los últimos pesos” para concluir las obras de la casa. En pleno desierto, entre Tucson y Douglas, Arizona, César y su padre llevaban dos días caminando bajo un sol asfixiante. Don Pablo le dio unos sorbos a la poca agua que tenía el galón y cien metros después su cuerpo se desplomó. No aguantó la temperatura de 48 grados centígrados y sus huesos se quebraron. César vio morir a su padre entre sus brazos. Quiso llorar, pero el dolor no se lo permitió. Don Pablo murió a los 54 años. César regresó a la misma casa de siempre.

Dice el padre Bernal:
“Espero que en el corto plazo tengamos un centro de derechos humanos que abarque no sólo a los migrantes sino cuestiones laborales, atienda la violencia intrafamiliar. Sonora en este sentido está muy atrasado, no hay organizaciones civiles de derechos humanos que trabajen con la gente necesitada”.

El Centro de Atención al Migrante Exodus lleva una década protegiendo a los migrantes, pero de manera oficial desde el 2003 cuenta con un pequeño albergue donde ofrece techo, alimento, cuidados médicos y asesoría jurídica. Antes sólo existían las terribles casas de huéspedes, lugares de alquiler de los polleros y que en la mayoría de los casos los migrantes ya venían “apalabrados” desde el sur para permanecer ahí el tiempo que fuera necesario.

En 2008, la población de Sasabe se convirtió en un paso peligroso para los migrantes, por lo que optaron tomar la ruta de Agua Prieta. El flujo migratorio fue creciendo en la zona hasta atender a por lo menos 20 mil migrantes por año, entre deportados, personas de paso o que estaban en la parte final de su trayecto en territorio mexicano. En 2009 el albergue recibió un promedio de 70 migrantes cada noche.

Evoca el religioso:
“A mediados del 2010 se inició en Estados Unidos un programa de repatriación voluntaria,  a las personas que vivían en Arizona les daban la opción de irse a México en avión y regresaban a su tierra. Por lo que el flujo migratorio bajó muchísimo aquí en la casa. Sigue llegando gente, viene de paso, porque ya conoce las rutas y los caminos”.

El albergue se encuentra a un lado de la Parroquia de la Sagrada Familia y tiene una capacidad para atender a 50 migrantes. Cuenta con varias literas viejas que se ubican en un cuarto amplio, a un costado hay una pequeña estancia independiente exclusiva para las familias que llegan con niños.

Del otro lado del pequeño patio, está un comedor blanco y que gracias a los 52 voluntarios se mantiene en perfectas condiciones.

“Al momento de pasar por puntos estratégicos —detalla el sacerdote— les damos información, alimento, algunas personas llegan muy lastimadas de los pies, las ampollas del desierto y entonces los atendemos con primeros auxilios, los voluntarios están capacitados para curar estas heridas. Lamentablemente no contamos con el apoyo de las autoridades municipales, a veces llegan despensas del gobierno estatal”.

Justicia para vivir en paz

El padre Iván sorprende por su juventud. A sus 32 años ya tiene un reto enorme en Agua Prieta: institucionalizar los derechos humanos. Es de Nogales, una ciudad vecina de la frontera, y llegó por instrucciones del obispo del estado cuando se formalizó Exodus.

Decidió ser sacerdote por un tío que estudiaba en el seminario y le llamó mucho la atención que a través de la carrera religiosa conociera realmente a su pueblo. Fueron nueve años de estudiar filosofía, pastoral y teología en su natal Nogales.

“En el hogar —recuerda— no había una religiosidad fervorosa. Eramos católicos, como muchos, pero hasta ahí. Cuando tomo la decisión de entrar quería de alguna manera que esta inquietud que sentía ya fuera algo seguro. Entrando al seminario conozco la realidad del pueblo, su sufrimiento y el deseo de ser acompañados en su pobreza”.

Si alguien viera al padre Iván caminar por las calles polvorientas de Agua Prieta, jamás pensaría que él es el encargado de oficiar la misa dominical. Luce como un joven normal, de jeans azules y camisa blanca. Usa lentes ligeros y una barba de candado perfectamente recortada. Le gusta hacer deporte en sus tiempos libres, juega beisbol, basquetbol y futbol. Además, le gustan las películas de suspenso y filmes como El cisne negro y El discurso del rey.

Al igual que el padre Alejandro Solalinde, el obispo emérito Arturo Lona y el obispo Raúl Vera, el padre Iván simpatiza con la teología de la liberación y trabajar con la gente más necesitada.

“En mi formación —finaliza— siempre hubo una simpatía por el llamado de Dios a atender a los pobres. En la Iglesia católica hace falta tener más compromiso social, mirar y trabajar por los pobres. Buscar la justicia es una bandera que todos deberíamos tomar porque al final todos queremos estar en paz”.