José Alfonso Suárez del Real y Aguilera


La paz no se escribe con letras de sangre,
sino con la inteligencia y el corazón.
Juan Pablo II

 

Más allá de la inconstitucionalidad que representa la presencia pública y notoria del mandatario mexicano en la ceremonia litúrgica con la que la Iglesia católica beatificará a Juan Pablo II, hoy, primero de mayo, la participación de Felipe Calderón Hinojosa ratifica su condición de autócrata, al imponerse por sobre el pacto social al que juró respetar, y de fariseo, al exhibirse públicamente como devoto, a pesar de violentar en su país la más alta aspiración de la cristiandad, la paz.

Cuestionada y cuestionable la elevación a los altares del Karol Wojtyla, nadie puede poner en duda que, en la vida del papa polaco, la convicción en la defensa de la paz y de la comprensión y el diálogo como sus instrumentos, fueron una constante que desplegó durante su largo pontificado.

Los aciagos días de la infancia y juventud —de quien más tarde alcanzaría el solio de San Pedro—, marcaron profundamente la vida de Wojtyla, moldeando un espíritu pacificador y convencido del mal generado por la intolerancia en cualquiera de sus manifestaciones.

Más allá de las posturas ideológicas o políticas del pontífice, es su convicción del valor edificador de la paz, el cimiento de los sólidos puentes que estableció con la feligresía católica de cualquier punto del planeta que visitó. Sus palabras y actitudes a favor de la paz y la fraternidad se corresponden al sentimiento comunitario que a su favor asumieron millones de hombres y mujeres que coinciden en la búsqueda o consolidación de esa paz ecuménica, equitativa y justa que Wojtyla expresaba en sus discursos.

Simplemente por ello resulta incongruente e indeseable que Felipe de Jesús Calderón Hinojosa pretenda asumir la representatividad de un pueblo que —además de acordar la libertad de creencias, como un principio constitucional—, ha dado más que pruebas fehacientes de su anhelo de paz ante la política de destrucción y muerte que, desde el inicio de su mandato, ha marcado su traición como católico, a los más elementales principios religiosos que le fueron inculcados.

Amparado en su tan cuestionada representatividad, Calderón asegura que acude a nombre de los mexicanos, lo cual marca su traición al juramento constitucional —que a trompicones expresó en 2006—, y como católico acude a una ceremonia religiosa que resaltará los compromisos a favor de la paz y en contra de la barbarie y la violencia, cuando su gestión al frente de la administración pública contabiliza cerca de 40 mil ejecutados, provocados irresponsablemente por su “guerra personal”.

El autócrata Felipe Calderón Hinojosa pisotea la Constitución mexicana y determina unilateralmente acudir como presidente de México a un evento de culto religioso, a pesar de la determinación política que, en aras de expresar el pleno respeto a la libertad de credos, asumió nuestra república desde la segunda mitad del siglo XIX. Decisión soberana que ordena a servidores públicos y representantes populares abstenerse de exhibir pública y notoriamente su credo religioso, como expresión irrefutable de la la imparcialidad confesional del Estado, prueba fehaciente de la laicidad, sin adjetivos.

La presencia de Felipe Calderón en la Plaza de San Pedro este primero de mayo, además de violentar los principios constitucionales del país y demostrar su total desprecio a la clase trabajadora —a la que por cierto tanto defendió el Papa Obrero, como fue conocido por los polacos— agravia la memoria pacifista de Karol Wojtyla.

Pese a las entelequias discursivas con las que engañosamente se trató de justificar la participación de Calderón en el acto litúrgico, su decisión demuestra que lo que mueve al político michoacano no son ni principios ni ideales, sino su inconmensurable sed de poder, cuyo ejercicio ha escrito con letras de sangre la desgracia del país, determinación que contraría la máxima pontificia de construir con inteligencia y con el corazón la paz a la que aspiramos los mexicanos,  sin distingo de religión o credo.