Magdalena Galindo

Preocupante, resulta un calificativo demasiado tenue, escandaloso o indignante, parecen más apropiados para describir lo que está ocurriendo en la industria energética de México. Contraviniendo la propia Constitución, se están entregando el petróleo y la electricidad a las empresas privadas y en especial a las transnacionales extranjeras.  Por supuesto que esta línea política se inscribe en el fenómeno mundial de privatización de las empresas públicas que siguió a la crisis económica estructural que estalla en los setentas y que todavía no acaba de resolverse. Como sabemos, esa crisis tiene como causa la caída de la tasa de ganancia, lo cual significa que los empresarios no encuentran campos rentables de inversión que les garanticen una acumulación ampliada de capital. Las burguesías, entonces, deciden que prefieren renunciar a los insumos baratos que les proporcionaban las empresas estatales, a fin de que se privaticen y de este modo el Estado les ceda esos campos de inversión que sí resultan rentables.

En el caso de México, hay que señalar que tiene el campeonato de la privatización más amplia y más acelerada del mundo. No sólo eso. Aquí, esa privatización significó a su vez un proceso de extranjerización de la planta productiva, de tal modo que hoy casi todas las ramas económicas están hegemonizadas por empresas extranjeras. Basta mencionar a la Banca, a la industria automotriz o a la electrónica. En el caso de la industria energética, la privatización les ha resultado un poco más complicada, porque está prohibida explícitamente en la Constitución. Sin embargo, los sucesivos gobiernos han hecho todas las trampas posibles, para como decía Herminio Blanco, uno de los principales negociadores del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, “darle la vuelta a la ley”. Y ahí hasta la Suprema Corte de Justicia ha participado, como lo demostró la semana pasada al rechazar la controversia constitucional interpuesta por los diputados, y aprobar implícitamente los contratos incentivados de Pemex que permiten la explotación del crudo por empresas privadas, que son principalmente extranjeras.

En el caso de la electricidad, la semana anterior La Jornada informó que en 2010 la Comisión Federal de Electricidad firmó contratos en los que se compromete a pagar unos 15 mil millones de dólares a empresas extranjeras que le venden energía eléctrica. En su informe anual, la CFE indicaba que estaban vigentes 22 contratos por 25 años. Entre las principales empresas beneficiadas se cuentan Unión Fenosa, Iberdrola, Gas Natural, Intergen y TransAlta.

Para los empresarios se trata de un negocio redondo, en primer lugar porque tienen vendida su producción de antemano, con un pagador seguro, nada menos que “empresa de clase mundial” como dicen sus anuncios. Y para colmo, la CFE subsidia el principal insumo de las empresas privadas extranjeras, ya que la paraestatal compra el gas a Pemex y luego se los vende a menor precio a las privadas. El año pasado, la diferencia entre el costo y los ingresos por venta en este rubro fue de 8 millones, que ciertamente no es mucho, pero a fin de cuentas es un buen descuento, que no se justifica desde ningún punto de vista.

A través de este tipo de contratos se ha llegado a que actualmente los llamados productores externos de energía, es decir las transnacionales extranjeras, poseen ya el 22.5 por ciento de la capacidad instalada de generación de energía eléctrica. O sea que aquí ha sido más exitosa la estrategia gubernamental para “darle la vuelta a la ley” que consiste en mantener el carácter estatal de la CFE o Pemex, mientras se privatiza la industria, es decir se abren espacios para la inversión privada en áreas que legalmente están reservadas en exclusividad al Estado.

En el caso de la industria eléctrica, el gobierno de Calderón ha llevado su estrategia hasta el extremo de despedir a 42 mil trabajadores, para quitarse el estorbo del Sindicato Mexicano de Electricistas, que se había atrevido a denunciar la privatización en curso de la industria y, sobre todo, que se había opuesto a las concesiones a Televisa y TV Azteca, en el terreno de la fibra óptica, o sea en el terreno que hoy se disputan las televisoras con Carlos Slim. Claro que si el gobierno calderonista se ha atrevido a atacar al empresario más rico del mundo, para favorecer a sus aliados de la televisión, cómo no iba a reprimir a un simple sindicato como el SME.