Como en otros aspectos en materia educativo-cultural, México no sale muy bien librado en cuanto a lectura. Aunque las cifras difieren, se dice que cada mexicano lee, en el mejor de los casos, dos libros al año, pero también se afirma que la cifra está entre libro y medio, un libro y medio libro. Si se comparan esos datos con los de los países nórdicos, por ejemplo, es para irse de espaldas, pues en éstos el promedio de lectura al año es de 15 a 20 libros al año.
La lectura, como tal, es una asignatura a la que se le da poco valor en la currícula escolar, amén de que ni en las escuelas de educación básica o en las de educación media superior y superior, el “ambiente  cultural” —si es que existe— en nada favorece el hábito de la lectura. Las ediciones de libros son pobres y escasas, las bibliotecas escolares —con mobiliario insuficiente, para no hablar de las bibliotecas de barrio— y con un cuerpo docente haragán y analfabeta, nada se puede hacer.
La lectura no sólo acerca al conocimiento propiamente dicho, sino que cuando el lector la interioriza, le da un bagaje lingüístico-literario y de expresión oral que difícilmente por otros medios se puede adquirir.
Aunque es plausible cualquier medida a favor de la lectura, la batalla, por desgracia, está perdida. Y está perdida porque, se insiste, el “ambiente cultural” es inexistente o en el mejor de los casos difuso y descolorido.
¿Qué habría que hacer? ¿Más ediciones, más ferias del libro, planes y programas muy específicos en la materia…? ¿Qué?
En la imagen, un aspecto de la jornada de lectura masiva denominada “México a leer” convocada por la Secretaría de Educación del Distrito Federal, este domingo 29 de mayo en el Monumento a la Revolución.
Agencia EL UNIVERSAL/Juan Boites