Alfredo Ríos Camarena

El patrimonio espiritual y filosófico de la humanidad ha producido —desde tiempos inmemoriales— las religiones como instituciones sólidas y fundamentales de la sociedad y de la cultura.

Sin embargo, la feligresía de cada distinta religión y sus dirigencias eclesiásticas están relacionadas histórica y sociológicamente con el fenómeno político, pues la creencia religiosa, desde el principio, es un instrumento del poder.

En estos recientes días sucedieron acontecimientos que tienen que ver con diferentes credos: el 24 de abril falleció Sai Baba, líder espiritual de millones de seguidores en el mundo, particularmente en el sur de la India y considerado por muchos estudiosos como “Dios viviente”, reencarnación de Shivá y hacedor de favores y milagros que ha recorrido el imaginario colectivo en todo el orbe.

Pese a esto, fue cuestionado, y su patrimonio al morir ascendía a más de 15 mil millones de dólares.

El día 1 de mayo, la Iglesia católica celebró un imponente acto de beatificación para uno de sus papas más queridos, Juan Pablo II, quien jugó un papel fundamental en la caída del Muro de Berlín y en la liberación de Polonia del control soviético, a través del líder sindical Lech Walesa.

Aquí en México fue respetado y querido a pesar de que algunos han ensombrecido su mandato papal por la protección al padre Maciel, quien fue condenado por la propia Iglesia por actos reprobables y delictivos.

Por otra parte, ese mismo día fue ejecutado la cabeza visible del terrorismo mundial, Osama Bin Laden, fundador y líder de Al Qaeda, fundamentalista musulmán y guerrillero al servicio de los soviéticos, de la CIA, y más tarde, convertido en el enemigo público número 1 de los Estados Unidos, por su participación en los actos terroristas más infames y sangrientos de la época actual.

Estos acontecimientos influyen en el mapa político, principalmente la muerte de Bin Laden, a quien los medios convirtieron en la representación viva del terrorismo y personificaron en él, y los atroces hechos que se dieron en diversas latitudes del planeta por razones absurdas e ininteligibles, tan absurdas como “los asesinatos aquí en México de cientos de jóvenes” por las mafias del crimen organizado.

El ganador de esta cacería y ejecución fueron los Estados Unidos como una potencia vengadora y poderosa, que impone sus reglas en todo el mundo, pero más que el pueblo norteamericano, el gran triunfador es el presidente Obama, que en un momento difícil por el cuestionamiento de los republicanos, que inclusive lo obligaron a difundir su acta de nacimiento, hoy se convierte —para ellos— en el campeón de la libertad y la democracia; su discurso para dar a conocer el asesinato fue cuidadosamente elaborado con un propósito fundamentalmente político y orientado —sin la menor duda— hacia su probable reelección que empezaba a cuestionarse severamente.
En efecto, Obama dejó claro la política de revancha y de manejo indiscriminado de la fuerza por parte de Estados Unidos, pero también hay que reconocer que estableció una premisa fundamental, “la guerra contra el terrorismo no es un guerra contra el Islam y nunca lo será”, esa frase salva el discurso y aparta a la religión de la guerra y de la confrontación.

La opinión publica quedó impactada, pero también desorientada, pues ante la falta de evidencias públicas de la consumación de esta ejecución, a la que se agrega la información de que el cadáver de Bin Laden fue arrojado al mar, surgen dudas, que se irán acrecentando conforme pasan los días si la Casa Blanca no decide aclarar con precisión probatoria la muerte del terrorista —que hasta el día de hoy no ha sido así—, y por otra parte, renace el pánico colectivo frente a la posible respuesta violenta de los terroristas de Al Qaeda.

En el caso de la visita de Estado del presidente Calderón a los actos de Roma, también se le agrega un factor político, la invitación al nuevo Papa y la vinculación de su gobierno a la religión católica.

¿Hasta cuándo vamos a aprender de la historia? Religión y Estado deben estar separados, cuando menos en México donde la Guerra de Reforma y la promulgación de las Constituciones de 1857 y 1917 nos dejaron un camino claro en el que no debemos retroceder.

De acuerdo al artículo 24 constitucional, profesemos la religión en la que tengamos fe, pero no olvidemos ni nuestra historia ni nuestra convicción laica y republicana.

En resumen, la religión no puede, ni debe, ser instrumento para crear la guerra, por eso la reforma mexicana fue sabia y el Estado laico es la fórmula de dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.