Juan Antonio Rosado

Le bastó una trilogía de novelas muy vinculadas a un extenso corpus ensayístico para constituirse en uno de los más interesantes y originales escritores (y testigos) hispanoamericanos del siglo xx. Quizá la característica central del mundo mitológico de Ernesto Sabato (sin acento el apellido, como aparece en su tercera novela, Abaddón el exterminador) —ese sistema de mitos que expresa verdades primordiales de modo simbólico— consista en la profunda crítica contra la ceguera de los llamados “realistas”, sean éstos tecnócratas, cientificistas, marxistas, capitalistas, anarquistas o neoliberales. Esta gente, que ha erigido sistemas para encasillar a algo tan contradictorio y paradojal como el ser humano, ataca a los idealistas y al mismo tiempo se evade del mundo y lo destruye para incrementar su poder y su capital, sin saber que ellos también dejarán de existir. Esos son los “realistas”, ciegos asesinos del ser humano concreto (el único que existe) en pro de abstracciones y cifras tan irreales como ellos lo serán. Sabato apunta sus saetas más duras contra la masificación del yo y el “culto irracional de la Razón”, esa racionalidad compulsiva que ha desecado nuestros ríos, acabado con el agua, contaminado nuestro entorno siempre a favor de un supuesto “progreso”. Autor romántico (o neorromántico) por excelencia, Sabato se rehusó a creer en los sistemas.

Cuando en 1945, después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el futuro novelista argentino publica su primer libro, Uno y el universo, sus colegas científicos, con quienes había trabajado en el Laboratorio Curie de París, le quitan la palabra. No comprendieron la postura de un humanista desencantado con el abuso de la racionalidad compulsiva, de quien repentinamente se percató de que esa Razón a la que tanto se había enaltecido, esa ciencia y esa tecnología como sus productos más acabados, podían llegar o hacernos llegar a la más extrema irracionalidad a base de estarle rindiendo un culto irracional. Lo anterior es más actual de lo que se cree y lo evidencian las masacres sistematizadas, planeadas, racionalizadas, ausentes de toda emotividad y sentido de compasión. Lo vivimos en México y lo sigue viviendo la condición humana en general, cuando sus gobernantes se “casan” con una idea y no la sueltan. Se trata —para usar una metáfora de Sabato— de ese subir a la heladera eléctrica a un gran pedestal y entronizarla como si se tratara de un diosecillo, sin poder ya bajarla de ese pedestal para colocarla al nivel del piso, donde se lo merece, para servirnos y no ser siervos de ella. La secta de los ciegos, incapaz de darse cuenta de su propia ceguera, resentida contra la humanidad, no es sino una alegoría del desastre ininterrumpido, de la perpetua crisis a la que nos ha llevado el culto a las abstracciones (al tiempo, al dinero, a la “razón”…).

Sin embargo, Sabato no es un irracionalista: lo que siempre buscó fue al ser humano integral. Juan Pablo Castel, protagonista de El túnel (1948) padeció de ese culto irracional de la Razón al que Sabato se referirá en Hombres y engranajes (1951). Luego ampliará su visión del mal sistematizado en Sobre héroes y tumbas (1961), su obra maestra y la segunda parte de la trilogía. En una de sus conversaciones con Borges, este último propuso que el cuento es una isla; Sabato, con lucidez, le responde que la novela es un continente. Ciertamente, es más hermoso y exacto el concepto de novela-continente que el que se puso de moda en una época de la crítica: “novela total”. Sobre todo, las dos últimas partes de la trilogía sabatiana son verdaderos continentes donde no sólo fluyen los ríos de todas las modalidades del discurso, sino también de un sinnúmero de aspectos tanto de la Argentina como del ser humano en términos generales. Prosa reflexiva, profunda, con una marcada función crítica no exenta de elementos lúdicos, las novelas y ensayos de Sabato son también un asomarse a la historia y a los muchos discursos de nuestra sociedad consumista y enajenada, tecnolátrica y sustentada en mitos como el dinero y la publicidad. Sabato, fallecido antes de llegar a los cien años, fue testigo y protagonista de su tiempo. Prueba de lo anterior no sólo es su obra creativa, sino también el llamado Informe Sabato, sobre las miles de desapariciones que produjo en Argentina el gobierno autoritario. Como testigo y protagonista, este autor supo siempre defender una postura integralista: el ser humano nunca se prestará a interpretaciones unívocas o unilaterales.