Camilo José Cela Conde

Madrid.– La boda de los duques de Cambridge, Catherine y Guillermo para el pueblo llano, ha activado los mecanismos de la nostalgia no sólo en el Reino Unido sino en toda Europa. Se diría que, con tanta crisis, tanto paro y tanta guerra por medio, la ciudadanía ansiaba volver la mirada hacia atrás, hasta tres décadas exactas, para acordarse del enlace de la madre del novio, Diana de Gales, y la polvareda que levantó a la hora de unirse en matrimonio. Con el tiempo, los recuerdos —gadgets, postales, fotografías— se quedan en monumentos de la iconografía más kitch. Es cuestión de darse prisa si se quiere conseguir un plato de té, una cucharilla o una banderita con la fotografía de los novios con la sonrisa por delante, que luego lo mismo le sirven de modelo al Andy Warhol que esté a punto de consagrarse y lo que era antes puro bodrio se convierte en obra excelsa. Por los mercados de antigüedades —bueno, de trastos viejos— de Portobello y Caledonian se pueden encontrar todavía incluso souvenirs de la boda de la abuela de Guillermo, el novio de ahora, en idéntico trance. Resulta difícil imaginar en qué medida puede tener tales objetos un uso que no sea irónico o morboso pero ya se sabe que la belleza está en el ojo del espectador.

Dicen que el enlace del heredero y la ya duquesa de Cambridge ha revitalizado la dinastía Windsor después de muchos años de horas bajas. Ya son ganas de sacar conclusiones históricas de las imágenes de la televisión y las páginas de la prensa rosa. Se diría que, en términos de estricto interés monárquico, tiene mucha más importancia la cuestión de quién accederá al trono cuando quede vacante que el color del vestido de la dama de honor de la novia que era, según he leído, su hermana. En especial en un país cuya tradición republicana es tan anecdótica que hay que remontarse a Cromwell y los debates de Putney Bridge en busca de un indicio. A todas luces, lo que quepa esperar del rey Guillermo, si llega al trono y toma ese nombre, tiene muy poco que ver con lo que sucedió el día en que un millón de personas, dicen, se echó a las calles de Londres para participar en alguna medida en el acontecimiento. Ese fervor popular tiene mucho más que ver con la pasión por las vidas glamorosas ajenas que por las convicciones políticas propias.

Pero tampoco cabe echar en saco roto a McLuhan y su sentencia acerca del lazo estrecho que liga el medio al mensaje. Lo que recibió el mundo interesado en las bodas reales por medio de las imágenes emitidas quiso ser un mensaje de normalidad, de sencillez incluso pese a los fastos desmedidos. Olviden a papá, se diría que puede ser su traducción más fiel. Pero el heredero, ¡ay!, sigue siendo el príncipe de Gales y los mecanismos sucesorios dejan a la pareja monárquica del año en el banquillo de los suplentes esperando su turno. Quien sabe si, con esa idea en mente, comenzarán ya a imaginar cómo habrá de ser la próxima boda, la de su hija o su hijo, dentro de treinta años.