El discurso de Obama sobre Medio Oriente

Carlos Guevara Meza

El anunciado discurso de Barack Obama sobre la política de Estados Unidos respecto a Medio Oriente, pronunciado el pasado 19 de mayo en el Departamento de Estado frente al cuerpo diplomático que tendrá el deber de llevarla a cabo, decepcionó a muchos si no es que a todos los involucrados. Salvo los reconocimientos de cortesía por parte de organismos internacionales y mandatarios occidentales, el discurso no tuvo una buena acogida en los países de la región. Y la razón es clara: no implica ningún cambio.

El discurso fue impecable. Sin embargo, no hace sino mantener las líneas ya definidas incluso desde antes del famoso discurso pronunciado en El Cairo en 2009. Reconoce y apoya los movimientos sociales que se desarrollan en diversos países, e incluso anunció un paquete de ayudas económicas a las naciones cuyas revoluciones democráticas ya han triunfado, insiste en la necesidad de que Gadafi deje el poder en Libia, y planteó un fuerte señalamiento al régimen de Bahrein (aliado de Estados Unidos) por la represión con la que ha respondido a las demandas democráticas, pero sin hacer ninguna alusión a la intervención de Arabia Saudita en el país. Tampoco mencionó las políticas autoritarias del régimen saudí. Reconoció que la política norteamericana en la región ha estado basada en la protección de sus intereses económicos y de seguridad (algo que, por supuesto, nadie sabía), pero dedicó más tiempo a argumentar cómo esos intereses no eran contrarios a las legítimas demandas de los pueblos de la zona, que a proponer correcciones a esa política.

En lo que toca al conflicto israelí-palestino, Obama fijó su postura en la idea de dos países contiguos, con fronteras definidas con base en las establecidas antes de la guerra de 1967, con los intercambios de territorio negociados entre las partes que sean necesarios, postura por cierto que mantiene Estados Unidos desde la resolución 242 del Consejo de Seguridad de noviembre de 1967. Pero no pasó de ahí: rechazó la idea palestina de buscar el reconocimiento de la ONU en la próxima Asamblea General de septiembre, y siguió insistiendo en la defensa de Israel y su seguridad. Ni siquiera exigió, como lo ha hecho antes él mismo y otros mandatarios norteamericanos, el fin de la ampliación de los asentamientos israelíes ilegales en los territorios ocupados. Pero la sola mención de las fronteras de 1967, bastó para que el gobierno de Benjamín Netanyahu declarara que “una paz basada en ilusiones no funcionará”, haciendo aún más visible el desencuentro entre los dos gobiernos. Por su parte los palestinos miraron el discurso con comprensible escepticismo.

De Siria incluso ofreció al presidente Assad la opción de liderear el cambio democrático, lo que debe haber caído como bomba en el movimiento opositor que ha sufrido una represión violentísima por parte del régimen.

Señaló que la política norteamericana ha generado odio hacia Estados Unidos, y que la nueva postura debe contribuir a generar esperanza en el futuro. Que esa es la gran opción en la región “escoger entre el odio y la esperanza”. Y aunque la esperanza siempre enfrenta dificultades, es posible. Lo malo es que estos lineamientos no alimentan mucho la fe en un futuro mejor.